viernes, 11 de octubre de 2019

Copa de balón


Veteranía. Existe algo de épica en el término. En cambio, «viejo» nos transmite dejadez y desgaste. La veteranía va ligada a la experiencia y la vejez a la incapacidad. Veterano de guerra y viejo de pueblo.

Me cansa mucho que todos aquellos que han nacido en los noventa y todavía no han llegado a la treintena se piensen que son viejos. Un concepto dominante e impuesto en nuestro imaginario. El manido discurso de: «es que ya estoy mayor» o sentir nostalgia de «cuando salíamos de jóvenes». Afirmar tal cosa cuando estás acabando una carrera o un máster interminable no va estrechamente ligado al hecho de que ahora te tomes las copas en un bar sentado y no en una discoteca escuchando reggaetón con chavales nacidos en el 2001. La copa de balón en vez del vaso de plástico.

Quizá es que cuando los del noventa empezamos a salir estábamos solos en las discotecas y no había gente mayor en los garitos. Pero aquí entra la aspiración y el sentimiento de exclusividad: somos mejores que todos esos chavales a los que les gusta el trap y ponen canciones de Bad Bunny en las stories de Instagram. No te veo a ti poniendo a Sabina en tus redes sociales. Y, si lo pones, es el tema que escuchaste en las fiestas del pueblo de al lado. Ni 19 días ni 500 noches. Dictadura de la mediocridad.

He llegado a ver a un pijo en unas fiestas de pueblo en mitad del botellón popular con una copa de cristal. Tenía los pantalones remangados hasta los tobillos y una cara de querer una caricia que no podía con ella.
Para colmo, a todos los que no llegan a la treintena y se creen mayores les ha dado por beber Puerto de Indias. La realidad siempre supera a la ficción, por eso es cruenta y directa.

Todavía recuerdo los primeros botellones en los que yo era el único que compraba ginebra. Larios, por supuesto. La precariedad etílica con veinte años iba ligada siempre a comprar la botella más barata.

Ahora todos beben ginebra rosa. Todo es descafeinado y encima del Starbucks.

Es probable que tenga algo de importancia la falta de oportunidades vitales o la dirección de las inquietudes culturales que nos pretenden vender. Al igual que la jornada laboral maratoniana que tenemos durante la semana, que nos anula mentalmente.

Hemos agarrado la copa de balón los fines de semana para decirnos que estamos mayores cuando la única realidad es que hemos llegado al punto vital en el que únicamente nos sentimos útiles si producimos.

domingo, 1 de septiembre de 2019

El palo del churrero


«Éramos humanos y ahora vete tú a saber (…)
(…) nos están autoengañando aquellos de allí (…)»

Gatillazo, Cómo convertirse en nada


El aceite hirviendo dentro de un recipiente de metal gris. Encima, un palo largo de madera desgastada removiendo una masa gris enrollada que cada vez coge un color más tostado.

El palo del churrero. Es domingo por la mañana. Ningún médico recetaría desayunar churros si tuvieses el colesterol alto.

Los domingos, hasta la hora del aperitivo, el mundo ralentiza su ritmo: los más optimistas cogen sus bicicletas y salen a pedalear o hacen deporte a primera hora, otros remolonean en la cama hasta que el último rayo de sol se cuela por la ventana. Otros madrugan para disfrutar de la soledad y terminar el libro que llevan postergando semanas. Las panaderías y estancos notan el pico de trabajo hasta el mediodía ya que la venta de pasteles para el postre o la compra del suplemento dominical del periódico copa los números de sus cajas registradoras. El sabor de la nata del pastelero se mezcla con un poco de cultura pop mainstream o una columna de opinión de alguna escritora emergente. Los nostálgicos podrán música en su tocadiscos y otros le darán al play en Apple Music. Todos se sentirán un poco especiales.

Mientras la grasa del palo del churrero sigue pegada a la madera.

Cuando el ritmo de los acontecimientos disminuye, se abre una ventana de oportunidad para que diferentes elementos conjuguen: la primera hora de la mañana del domingo también puede servir para volver a casa tras una buena noche de fiesta. Las miradas de quienes madrugan con los que trasnochan puede ser una minúscula batalla fratricida en pleno transporte público durante escasos segundos cuando el sol está saludando al mundo. Otros cumplen estrictamente el horario de salida de sus mascotas con el relente de la mañana para luego volver a la cama.

El ritmo vital desciende y la vida sigue conjugándose. El churrero vuelve a poner aceite a hervir para volver a introducir el palo grasiento en el recipiente. Su repartidor ya habrá dejado los pedidos en los bares de la zona y habrá pasado la factura. Vuelta a empezar.

Dentro del mar de posibilidades que nos ofrece un domingo por la mañana, llamado a ser una barra libre de nuestra toma de decisión en tanto en cuanto podamos, persisten pequeñas olas que nos arrastran hasta la orilla de la rutina más angosta y repetitiva: las grandes cadenas comerciales abren sus puertas como un día más; sabiendo que para gran parte del mundo es su día de descanso, la ventana del consumo sigue abierta.

Quieren que lleguemos a nuestro punto vital en que la única salida de las preocupaciones sea pisar el suelo frío de un centro comercial repleto de maniquíes y carteles de hamburguesas con queso a un euro. La vitalidad y las ganas de seguir adelante ligadas a un cartel publicitario o al sabor de la carne procesada. Siempre tienes la oferta del día en tu app en cualquier restaurante de comida rápida. Debemos desconectar de nuestro mundo conectándonos al suyo.

La franja dominical matinal se estira hasta que el camarero del bar de abajo tira la primera cerveza, en el momento que la espuma rebosa en el vaso, la locomotora introduce una marcha más y el viaje hacia el primer día de la semana laboral y burguesa se encamina para que en pocas horas nos sumerjamos en la absurdez del domingo por la tarde—que cantaba La Fuga—para volver a conectar la alarma.

Desde el remanso de paz para algunos, hasta una jornada laboral dominguera para otros, todo vuelve a desembocar en lo mismo: la vida es cíclica y en innumerables ocasiones está pisando el pedal de no retorno.

¿Qué no falla ningún domingo por la mañana? La grasa del palo del churrero.

jueves, 22 de agosto de 2019

Pulsera gris


La recepcionista me ajustó la pulsera en la muñeca y el poder que había ejercido mi tarjeta de crédito pasó a ser la fuerza, el divertimento y la desconexión de los siguientes siete días lejos de casa.

La búsqueda del tiempo perdido por el estrés de año y el aprovechamiento del mismo para conseguir oxigenar la mente y las ideas.

Oficialmente estaba de permiso, que decía mi abuela. Veintiséis años de mi vida y era la primera vez que he tenido la sensación real de que estaba de vacaciones.

La fuerza depredadora de mi pulsera tenía varios poderes ocultos debido al suplemento que pagué: sitios reservados en comedor y piscina, merienda en la habitación y barra libre de bebidas por parte de los camareros del hotel por llevar el color gris en mi muñeca.

Todo funciona igual: si los puedes pagar, tus privilegios aumentan. La gran contradicción del mundo capitalista actual cuando la desigualdad está en números catastróficos. Y como tal sus conflictos laborales. Los mismos camareros sirviendo en desayuno, comida y cena. En pantalones largos negros en pleno mes de agosto. Las mismas limpiadoras teniendo que hacer las máximas habitaciones en el menor tiempo posible.

Un trato exquisito por llevar la pulsera gris. Pero siempre hay que mirar debajo de la alfombra.

Pude pagarlo: tenía derechos adquiridos. La rueda del turismo me abrumó en determinadas ocasiones. Quizá por falta de práctica o por ser un mundo en el que no sabía moverme con cierta soltura o, directamente, absolutamente desconocido y del cual he conocido experiencias muy puntuales y algunas por trabajo.

De la imagen general que he logrado esbozar en mi cabeza mientras tecleo el ordenador hacia un punto de vista más amplio, me asalta una pregunta: ¿todo lo vivido en el período vacacional es por sumar experiencias? En determinadas ocasiones, me temo que sí. Aquí entran en juego las redes sociales y un factor competitivo altamente agresivo: debes estar a la altura del resto o te quedarás rezagado. Suma, viaja y exponte cara al público. Hagas lo que hagas, ponte un filtro de Instagram.

En los tiempos que corren, a todos nos puede llegar a gustar subir algo de vez en cuando: fotos o algún otro tipo de elemento variopinto que nos permita el mundo cibernético. Pero hay cosas que rozan lo grotesco. Incluso calamitoso. Como subir un vídeo corriendo en la cinta del gimnasio del hotel, en un escenario exactamente igual del que puedes vivir en una macrosala de deporte de tu ciudad, únicamente por estar en otro país (aquí me he puesto estupendo y quisquilloso, ruego que me disculpen).

Entre el Black Mirror y el gintonic con la lima rallada que te aprietas en la terraza del hotel que te has podido permitir, hay una cara oculta que toca la realidad con los dedos. Entre el filtro de Instagram para poner la sonrisa que todo el mundo quiere ver y el socorrista de la piscina que está echando ocho horas al sol para que tú puedas disfrutar del baño, está la vida diaria. Está la gente que sigue haciendo girar el mundo.

No importa del color que sea la pulsera del hotel, si estás en un camping o si te has pegado doce horas de coche para llegar a la playa y disfrutar de tu familia unos días: llegues donde llegues la rueda del mundo sigue girando y levanta ampollas bajo toda una industria del turismo y el ocio altamente nociva en muchos aspectos. Es el mercado, amigo.

Apuren las vacaciones —que bien merecidas las tienen— y pidan por favor el café a la camarera, no sean cenutrios.

PD: me quité la pulsera nada más llegar a casa, nunca fue conmigo el ser un hortera.

martes, 2 de julio de 2019

La cuesta


Delante del ordenador y con una taza de café al lado del monitor estoy recordando a mi abuelo sentado en la esquina del Bimbo. Descansaba cuando subía de hacer la compra y los pulmones empezaban a fallarle. Lo recuerdo con un sombrero de paja y una garrota marrón de empuñadura sobria y elegante. Nunca dio puntada sin hilo en la vestimenta.

El antiguo Bimbo —yo nunca lo llegué a conocer— ahora es un edificio municipal, o eso creo. No tengo muy claro lo que se hace ahí dentro. Imagino que algo con nuestros impuestos, como todo. Me vuelvo a imaginar a mi abuelo sentado y ahora está secándose el sudor de la frente con uno de sus característicos pañuelos de tela blanca y fina. Algunos bordes estaban deshilachados.

Dentro de la imaginación, aparezco yo, mucho más joven que ahora y algo más barbilampiño, para ayudarle a subir el carro. El calor apretaba en una mañana de julio en la que yo no tenía que ir a jugar al baloncesto. Empujando el carro, con la barra de pan sobresaliendo por la tapa, nos cruzamos a las vecinas del barrio. Preguntan por mi abuela. Mi abuelo, siempre cortés con el pueblo, contesta: ‘tirando, Mari, ya sabes’.

El Bar Pedro estaba abierto: los botellines de la mañana para los vecinos. Recuerdo las patatas con mojo que nos servían cada vez que mis tíos y yo nos dejábamos caer por allí. Añoro esos pequeños placeres, igual que subir esa cuesta. Ese bar cerró y con él su característica lata de sardinas vacía que ejercía de cenicero para los fumadores que salían a la calle. Los valientes salían sin camiseta a unas horas bastante peligrosas.

De la anécdota al recuerdo hay una línea muy fina.

En el recuerdo de aquella cuesta hay muchos niños en la casa pequeña con una gran chimenea de enfrente del portal de mis abuelos.

En tan pocos metros se juntaban muchas cosas: el multiculturalismo, el olor a madera quemada y un cuaderno de sopa de letras que siempre estaba rellenando un vecino mayor sentado en una silla de mimbre. Había que estar allí para vivirlo.

Hace tiempo que no subo aquella cuesta. El Bimbo está lejos para mí aunque se encuentre a escasos doscientos metros de mi casa.

Ya no soy tan barbilampiño aunque la barba no me cierre del todo.
No sé cuando volveré a subir la cuesta. O si podré hacerlo. Querré tomarme una cerveza en el Pedro, querré ayudar a mi abuelo a subir el carro, querré sentarme con mi abuela a disfrutar del silencio o a escuchar las anécdotas del barrio desde el balcón. Es posible que cuando vaya a subir el asfalto esté levantado por alguna obra de cualquier compañía telefónica. En los barrios pequeños hay obras constantemente. Y carteles de inmobiliarias.

Como no sé cuándo volveré a subir la cuesta, voy a apurar el café y bajar el monitor del ordenador para secarme las lágrimas tras este recuerdo.

miércoles, 5 de junio de 2019

Jersey azul


Los edificios viejos albergan historias y anécdotas aunque solo las conozcan quienes hayan pasado dentro de los mismos una parte de su vida. Balcones con viejos barrotes, sábanas desgastadas por mil lavados y cables de la corriente eléctrica al aire libre. Pisos del bajo hasta el quinto, y en lo alto de la fachada una gran pancarta de publicidad de la inmobiliaria propietaria de aquel bloque de ladrillo y vigas. En los soportales había un bar con algunas mesas de plástico en mitad de la calle. Le flanqueaban un banco y una panadería.

La plaza envolvía toda una arquitectura que viraba entre lo antiguo y lo moderno. En la esquina más alejada a la parada del autobús había un quiosco cerrado y justo a su lado una iglesia.

La afluencia, debida a cuestiones laborales o vitales en el casco viejo del pueblo, era siempre alta. La viveza del centro, con todas sus contradicciones, era agradable.

Todos los días, Marian iba a sentarse a la parada del autobús, pero nunca se montaba en ninguno. La marquesina, recubierta con publicidad de cosméticos y nuevos programas de la televisión de pago, ejercía la función de banco público.
A pesar del calor, siempre vestía un jersey azul abrochado en la parte alta de la espalda por un pequeño botón. No importaba que ya estuviese bien entrado el mes de mayo, nunca se quitaba el jersey.

La mujer, menuda y arrugada, pasaba las tardes enteras hablando con la gente que acudía a la parada del autobús. Ellos se terminaban yendo; ella, no. El sol apretaba al principio de la tarde, pero tampoco llevaba gafas de sol. A veces con la mirada perdida; otras, con ella fija en los edificios de la plaza, los pequeños ojos de Marian examinaban los rincones del pueblo que la estaba viendo envejecer.

Llegaba a la parada al término del mediodía y se encontraba con funcionarios públicos que cogían el autobús de línea interurbano rumbo al centro de la ciudad. Les definían sus caras famélicas por el hambre de la jornada laboral y los músculos agarrotados por estar seis horas sentados en una silla moviendo papeles y poniendo sellos. Los autobuses urbanos iban repletos de estudiantes de instituto. Los más avispados, con los calcetines por fuera y la mochila colgando de un hombro, estaban sentados siempre en la parte de atrás. Cada vez que Marian los veía, pensaba: «Me hubiese encantado tener nietos».

Algunos repartidores de comida a domicilio entregaban pizzas a los negocios que no cerraban al mediodía, otros riders iban sudando encima de una bicicleta a lomos de una gran mochila amarilla que guardaba comida caliente para algún domicilio particular. «Pobres, se tienen que dejar la espalda», murmuraba Marian.

Cuando el sol apretaba, el vello canoso de la comisura de los labios de la mujer relucía y las arrugas de la cara brillaban. Siempre que pasaban los primeros autobuses, consultaba el gran reloj del ayuntamiento.

Eran las tres y cuarto de la tarde. Hasta las cinco no volvía a haber gran afluencia en la marquesina. Entre esas horas, Marian se dedicaba a mirar al frente, los bancos y la fuente municipales.

Madres con recién nacidos dándoles el pecho bajo la atenta mirada de los padres que llevaban gafas de sol para aprovechar los rayos de la primera hora de la tarde. Ellos tenían la ventaja de no haber sufrido un parto en sus carnes. Hombres bebiendo cervezas de lata del chino y las primeras meriendas en el bar del soportal del edificio de pisos. De vez en cuando una patrulla municipal pasaba con el coche oficial a poca velocidad y con vista de lince.

Alrededor de las cinco de la tarde salían las trabajadoras de las sucursales de los bancos ataviadas en faldas de tubo y camisas lisas metidas por dentro. La parada volvía a tener ritmo, pero ahora entre caras de cansancio. La salida del trabajo cuando el calor aprieta y ves las vacaciones todavía lejos es mucho más dura. Marian les miraba condescendiente.

A la vez que aquellas mujeres llenaban la parada de autobús, varios padres primerizos aparecían con sus jóvenes descendientes recién salidos de sus actividades extraescolares. Marian intentaba hablar con algún pequeño, pero este se resistía. Iban llenando las líneas urbanas e interurbanas de las cinco de la tarde. Un padre se montó con su hija en un Uber que había solicitado con antelación. «Vamos a llegar tarde a tenis, papá» — dijo la voz cansada de la niña.

Marian se quedó sola y volvió a mirar el reloj del ayuntamiento. Eran las cinco y veinte.

La plaza seguía generando viveza y alegría. Marian lo miraba sola desde la parada del autobús. Su paciencia era eterna, como su soledad. Su soledad era igual que aquellos autobuses: siempre volvía al cabo de un rato. Sola en la parada, con su jersey azul cada vez más sudado por el calor.

Al lado de la parada, se formaban corrillos de los hombres que seguían bebiendo cervezas del chino, algunos adolescentes se acercaban a media tarde al kebab que estaba justo detrás de la parada a comprar unos dúrums y a comprar tabaco en el estanco que estaba a la derecha del restaurante. Marian no entendía cómo los jóvenes podían comer esa carne con salsas.

Las horas caían, la afluencia de la parada iba disminuyendo y la soledad de Marian iba aumentando. Le empezaron a sudar los tobillos, que llevaba al descubierto debido al bajo de sus pantalones grises.

Cuando pasaban las siete y cuarto de la tarde, comprobadas por el reloj del ayuntamiento, Marian abandonaba la plaza. Aparecía, pasaba la tarde y se iba a su casa sola.

Todas las personas que estaban en algún momento en la parada, terminaban yéndose, pero ella siempre se quedaba. Era su forma de luchar contra la soledad. Al menos compartía miradas. Tal vez, Marian estuviese esperando a alguien. Alguien que se fue hace mucho tiempo y el fuerte deseo de un reencuentro quiere que esté de vuelta, aunque sea imposible. O quizá alguien nuevo y desconocido y volver a sentir el cosquilleo del principio. Coger alguna de las efímeras conversaciones que mantenía con los pasajeros que acudían a la parada e ir al bar de los soportales a tomar un café. Nunca sucedía.

martes, 5 de marzo de 2019

Historia de un pub


―No te preocupes, esta la pago yo.
―Como las últimas tres.

Un camarero rubio y con poca barba colocó el datáfono en la barra para que abonásemos los dieciocho euros de los combinados de ron y ginebra que habíamos pedido. El ron iba con coca cola zero.

Me quedo parado y pienso en que los dietistas están haciendo mucho daño a la sociedad.

Vertimos los refrescos en el alcohol y nos damos la vuelta. Un famosillo de internet está dándole la chapa a una rubia con cara de vinagre. Pienso en la pesadez de la vida. Encima el tipo llevaba unos llamativos zapatos verdes. Imagino que si le hacen una foto y se publica en Instagram, tendrá más followers y, por ende, a una mayor satisfacción. Vuelvo a pensar en la pesadez de la vida.

Le damos los primeros sorbos al cubata y notamos los primeros golpes del alcohol. Uno más y nos dobla. Sabemos que este púgil está bien entrenado. El ring es un local céntrico de la ciudad en el que ponen rock antiguo y algo de electrónica. El público de la pelea va vestido con camisas de flores y pantalones pitillo.

Otro trago; ya van dos. Menos mal que nos iba a doblar. Noto la voz de mi acompañante sobre mi hombro:

―Bueno, ¿qué? ¿Cómo vas con lo tuyo?
―¿Con lo de destruir al capitalismo? Algo hacemos.

Me aparta la mirada y se ahoga en ron durante unos instantes.

―Gilipollas. ¿Sigues sintiendo esa necesidad de estar con alguien?
―Con alguien no; con ella, sí.

Ahora soy yo quien se ahoga en ginebra.

―Ya sabes que esa necesidad que sientes es cultural e invisible.
―Todo lo que sentimos lo es en cierta medida.

Parece ser que el famosillo ha dejado de dar la chapa a la rubia. O la rubia le ha metido una patada en los huevos porque el tío tiene una cara de sufrimiento que no se veía desde que la monarquía británico descubrió que les salió un descendiente un poco revoltoso.

Miro mi vaso, va por la mitad. Mi actitud aumenta.

―No puedes depender de alguien para ser feliz. Tienes que encontrar la felicidad en ti, en lo individual.
―Ni soy un robot ni me quiero recluir. ¿Por qué no puedo querer estar bien con una persona que me gusta?
―Claro que puedes, faltaría más, pero eso siempre estará sometido a la sociedad.
―Por supuesto, que le jodan a la sociedad.

Giro la cabeza a mi derecha y veo a una amiga bailando con un chico de manera un tanto extravagante. El chico tenía el pelo más largo que ella. Pienso que eso también será culpa de la sociedad. Menos mal que este no tenía los zapatos verdes.

Vuelvo a escuchar su voz sobre mi hombro:

―En el marco actual, es imposible tener una relación sana con alguien.
―No sabía yo que la gilipollez de tomarte el ron con coca cola zero se te estuviese subiendo a la cabeza. ¿Por qué no puedo tener una relación saludable? Además, ya lo sabes, los dos queremos.
―Querer no es poder.
―Claro, pero hacer sí puede ser poder. Si lo hacemos porque queremos, podremos.
―¿Y si no os dejan?
―¿Quiénes?
―El mundo.
―Claro que podemos tener relaciones sanas y estables, siempre desde la reciprocidad y el consenso. Todo lo que pase entre nosotros será en términos de igualdad y respeto. Faltaría más. Es que no me jodas, no me creo que no podamos aspirar a construir un relato sólido sobre esto. Pienso que esos planteamientos que sostienen que todo lo que podamos tener está intoxicado son falsos. O al menos esconden algo que no comparto: la libertad como algo volátil y etéreo.

Gira la cabeza con cara de reflexión y se termina el ron. Yo vuelvo a mirar a la derecha para ver a mi amiga bailar con el melenas. La rubia con cara de vinagre ahora parece que tiene cara de aceite y sal por la mañana. El famosillo se ha perdido en la turba de gente.

Veo que mi vaso está pidiendo reposición y mi cuerpo, descanso. Otra vez dos púgiles curtidos en mil batallas, en asestar golpes certeros a horas intempestivas de la noche.

Creo que me recogeré. Me sumiré en mí.

Pero antes tengo que hacer una cosa. Toco el hombro de mi acompañante y la susurro:

―¿De verdad que un dietista te recetó mezclar el ron con coca cola zero?


jueves, 7 de febrero de 2019

Corazón


«Aún no se ha dormido y le hizo un trato al colchón,
y con su espuma se forró el corazón;
Anoche era de piedra y al alba era de mimbre
que se dobla antes que partirse, que se dobla antes que partirse, que partirse…»

Corazón de mimbre,  Marea

Hay veces que incluso los genios juegan con el corazón. Habrá ocasiones que disimulen o que griten a los cuatro vientos que lo tienen de acero. Otros no tienen reparo en decir que sienten y padecen.
Todos queremos que nuestro corazón sea inquebrantable. El quebranto de nuestro órgano vital significa dolor y sufrimiento―ya sea metafórico o físico―, una ruptura amorosa basada en la tortura y la dominación o una operación a corazón abierto de alguno de nuestros progenitores. Un dardo a la izquierda del pecho e instantáneamente todo lo coloreado de verde se vuelve gris. De la luminosidad a la oscuridad. Otras veces da título a canciones que marcan una época ―Unchain My Heart―, dando paso a una liberalización personal.

La novedad también nos toca la fibra. La frescura de las acciones o de los acontecimientos nos lleva a lugares cómodos y ágiles. En la era en que se valora la libertad como concepto vacuo y sin definición concreta, en otras palabras, tan solo querer ser libres sin importarnos la sociedad que nos rodea mientras nosotros podamos desarrollar nuestros intereses privados sin demasiadas trabas, todo lo que proviene de la improvisación nos llena de gozo y alegría. Romper con lo planificado durante unas horas y respirar se acaba convirtiendo en un espejismo efímero. La verde esperanza que pinta nuestro corazón se vuelve a oscurecer cuando la realidad se sale del molde.
En un mundo en el cual tenemos que seguir remarcando lo obvio, el verbo «descorazonar» podría ser la palabra clave de muchos rincones del globo. Aquí es cuando el corazón tiende a romperse y quizá se nos esfumen las ganas. Tendríamos que quitar esa palabra de nuestro vocabulario. Pensar en algo descorazonador ya es, de por sí, descorazonador.
No importa de qué color pueda ser la válvula que nos lleve a bombear la fuerza con la que afrontar la vida. Mientras el color siga brillando, habrá esperanza.




Dibujo de Rocío Mira

domingo, 6 de enero de 2019

El horizonte: introducción a la tristeza


¿Dónde estás? Quizá te encuentres abriendo los últimos regalos de reyes o probando por primera vez el roscón típico de estas fechas. O estés viendo a tus familiares entre risas, bebidas refrescantes y frutos secos. El júbilo desborda la situación y la conversación recordando chascarillos de las últimas cenas navideñas da ritmo al momento. El más quisquilloso escarba con precisión milimétrica para no comerse las pasas.
Vuelves a casa y te pones el pijama. Recuerdas alguna anécdota. Cuando te tiras en el sofá el horizonte sigue lejos. Nunca alcanzas a verlo físicamente, solo es una construcción onírica en tu cabeza. El hijo de puta siempre es invisible. Aunque no lo veas al instante, no importa, ahora estás disfrutando de tu smartphone nuevo.
Pero el horizonte siempre está presente. El miedo a llegar a él paraliza. O únicamente paraliza pensarlo de manera más pausada. Es como el humo, porque nunca somos capaces de tocarlo con las manos. Todo lo que no se puede palpar tiene la característica de la volatilidad. Y lo volátil en tiempos de instantaneidad es como el sexo pasajero: placentero pero vacío. Una fiesta de Nochevieja en la que has pagado cuarenta euros por alcohol de dudosa calidad. Un instante de placer y luego piensas que nada fue como esperabas. Las expectativas pervierten y cuando no se cumplen te frustran. Entonces tienes que reinventarte (no sé ya por cuantas veces, como cantaba La Fuga).
La creación de expectativas en según qué situaciones son un mero regate al horizonte. Queremos emprender el camino correcto, por supuesto, centrándonos en el día a día. En el consumo por el consumo. Vivimos en la filosofía de lo efímero. Nos agobia pensar en el que vendrá después. No queremos preocupaciones. Cero dramas, tío.
Mientras que el sistema se preocupa en crear una conciencia diaria para consumir facilidades, algunos cuerpos tristes se ponen el pijama y exigen soledad. Se fuerzan a cerrarse a cal y canto. En ese preciso momento es cuando miramos al horizonte. Solitarios y con poca luz en la habitación. Es cuando nos abruma pensar que hace unas horas estábamos embutidos en trajes de fiesta para dar la bienvenida al año y ahora estamos tirados en la cama mirando una humedad en el techo. Y escuchando pop triste. Visualizamos el horizonte. Una sucesión de imágenes espectaculares que nos evocan a eventos pasados y siempre caemos en la cuenta de que pudo ser mejor. Al llegar al confín de esos pensamientos vemos los ojos a la decepción. La decepción viene acompañada de pesadez y apatía.
El horizonte se materializa cuando todavía estás pasando la resaca y suena el despertador diez horas después para avisarte de que tienes que volver a tu condición de asalariado. Todo lo que viviste antes vestido de gala no vale. Ahora te levantas y produces. Olvida lo efímero y sal al campo a cumplir con tu obligación.
¿Por qué pienso en el fatalismo del horizonte? Porque pagué cuarenta euros en una fiesta de Nochevieja con alcohol de dudosa calidad.

Entre la gloria y tú