Los edificios viejos
albergan historias y anécdotas aunque solo las conozcan quienes hayan pasado
dentro de los mismos una parte de su vida. Balcones con viejos barrotes,
sábanas desgastadas por mil lavados y cables de la corriente eléctrica al aire libre.
Pisos del bajo hasta el quinto, y en lo alto de la fachada una gran pancarta de
publicidad de la inmobiliaria propietaria de aquel bloque de ladrillo y vigas.
En los soportales había un bar con algunas mesas de plástico en mitad de la
calle. Le flanqueaban un banco y una panadería.
La plaza envolvía toda una
arquitectura que viraba entre lo antiguo y lo moderno. En la esquina más
alejada a la parada del autobús había un quiosco cerrado y justo a su lado una
iglesia.
La afluencia, debida a
cuestiones laborales o vitales en el casco viejo del pueblo, era siempre alta.
La viveza del centro, con todas sus contradicciones, era agradable.
Todos los días, Marian iba
a sentarse a la parada del autobús, pero nunca se montaba en ninguno. La
marquesina, recubierta con publicidad de cosméticos y nuevos programas de la
televisión de pago, ejercía la función de banco público.
A pesar del calor, siempre
vestía un jersey azul abrochado en la parte alta de la espalda por un pequeño
botón. No importaba que ya estuviese bien entrado el mes de mayo, nunca se
quitaba el jersey.
La mujer, menuda y
arrugada, pasaba las tardes enteras hablando con la gente que acudía a la
parada del autobús. Ellos se terminaban yendo; ella, no. El sol apretaba al
principio de la tarde, pero tampoco llevaba gafas de sol. A veces con la mirada
perdida; otras, con ella fija en los edificios de la plaza, los pequeños ojos
de Marian examinaban los rincones del pueblo que la estaba viendo envejecer.
Llegaba a la parada al
término del mediodía y se encontraba con funcionarios públicos que cogían el
autobús de línea interurbano rumbo al centro de la ciudad. Les definían sus
caras famélicas por el hambre de la jornada laboral y los músculos agarrotados
por estar seis horas sentados en una silla moviendo papeles y poniendo sellos.
Los autobuses urbanos iban repletos de estudiantes de instituto. Los más
avispados, con los calcetines por fuera y la mochila colgando de un hombro,
estaban sentados siempre en la parte de atrás. Cada vez que Marian los veía,
pensaba: «Me hubiese encantado tener nietos».
Algunos repartidores de
comida a domicilio entregaban pizzas a los negocios que no cerraban al
mediodía, otros riders iban sudando
encima de una bicicleta a lomos de una gran mochila amarilla que guardaba comida
caliente para algún domicilio particular. «Pobres, se tienen que dejar la
espalda», murmuraba Marian.
Cuando el sol apretaba, el
vello canoso de la comisura de los labios de la mujer relucía y las arrugas de
la cara brillaban. Siempre que pasaban los primeros autobuses, consultaba el
gran reloj del ayuntamiento.
Eran las tres y cuarto de
la tarde. Hasta las cinco no volvía a haber gran afluencia en la marquesina.
Entre esas horas, Marian se dedicaba a mirar al frente, los bancos y la fuente
municipales.
Madres con recién nacidos
dándoles el pecho bajo la atenta mirada de los padres que llevaban gafas de sol
para aprovechar los rayos de la primera hora de la tarde. Ellos tenían la
ventaja de no haber sufrido un parto en sus carnes. Hombres bebiendo cervezas
de lata del chino y las primeras meriendas en el bar del soportal del edificio
de pisos. De vez en cuando una patrulla municipal pasaba con el coche oficial a
poca velocidad y con vista de lince.
Alrededor de las cinco de
la tarde salían las trabajadoras de las sucursales de los bancos ataviadas en
faldas de tubo y camisas lisas metidas por dentro. La parada volvía a tener
ritmo, pero ahora entre caras de cansancio. La salida del trabajo cuando el
calor aprieta y ves las vacaciones todavía lejos es mucho más dura. Marian les
miraba condescendiente.
A la vez que aquellas
mujeres llenaban la parada de autobús, varios padres primerizos aparecían con
sus jóvenes descendientes recién salidos de sus actividades extraescolares.
Marian intentaba hablar con algún pequeño, pero este se resistía. Iban llenando
las líneas urbanas e interurbanas de las cinco de la tarde. Un padre se montó con
su hija en un Uber que había solicitado con antelación. «Vamos a llegar tarde a
tenis, papá» — dijo la voz cansada de la niña.
Marian se quedó sola y
volvió a mirar el reloj del ayuntamiento. Eran las cinco y veinte.
La plaza seguía generando
viveza y alegría. Marian lo miraba sola desde la parada del autobús. Su paciencia
era eterna, como su soledad. Su soledad era igual que aquellos autobuses:
siempre volvía al cabo de un rato. Sola en la parada, con su
jersey azul cada vez más sudado por el calor.
Al lado de la parada, se
formaban corrillos de los hombres que seguían bebiendo cervezas del chino,
algunos adolescentes se acercaban a media tarde al kebab que estaba justo
detrás de la parada a comprar unos dúrums
y a comprar tabaco en el estanco que estaba a la derecha del restaurante.
Marian no entendía cómo los jóvenes podían comer esa carne con salsas.
Las horas caían, la
afluencia de la parada iba disminuyendo y la soledad de Marian iba aumentando.
Le empezaron a sudar los tobillos, que llevaba al descubierto debido al bajo de
sus pantalones grises.
Cuando pasaban las siete y
cuarto de la tarde, comprobadas por el reloj del ayuntamiento, Marian
abandonaba la plaza. Aparecía, pasaba la tarde y se iba a su casa sola.
Todas las personas que
estaban en algún momento en la parada, terminaban yéndose, pero ella siempre se
quedaba. Era su forma de luchar contra la soledad. Al menos compartía miradas.
Tal vez, Marian estuviese esperando a alguien. Alguien que se fue hace mucho
tiempo y el fuerte deseo de un reencuentro quiere que esté de vuelta, aunque
sea imposible. O quizá alguien nuevo y desconocido y volver a sentir el cosquilleo del
principio. Coger alguna de las efímeras conversaciones que mantenía con los
pasajeros que acudían a la parada e ir al bar de los soportales a tomar un
café. Nunca sucedía.