¿Dónde
estás? Quizá te encuentres abriendo los últimos regalos de reyes o probando por
primera vez el roscón típico de estas fechas. O estés viendo a tus familiares
entre risas, bebidas refrescantes y frutos secos. El júbilo desborda la
situación y la conversación recordando chascarillos de las últimas cenas
navideñas da ritmo al momento. El más quisquilloso escarba con precisión
milimétrica para no comerse las pasas.
Vuelves
a casa y te pones el pijama. Recuerdas alguna anécdota. Cuando te tiras en el
sofá el horizonte sigue lejos. Nunca alcanzas a verlo físicamente, solo es una
construcción onírica en tu cabeza. El hijo de puta siempre es invisible. Aunque
no lo veas al instante, no importa, ahora estás disfrutando de tu smartphone nuevo.
Pero
el horizonte siempre está presente. El miedo a llegar a él paraliza. O
únicamente paraliza pensarlo de manera más pausada. Es como el humo, porque
nunca somos capaces de tocarlo con las manos. Todo lo que no se puede palpar
tiene la característica de la volatilidad. Y lo volátil en tiempos de
instantaneidad es como el sexo pasajero: placentero pero vacío. Una fiesta de
Nochevieja en la que has pagado cuarenta euros por alcohol de dudosa calidad.
Un instante de placer y luego piensas que nada fue como esperabas. Las expectativas
pervierten y cuando no se cumplen te frustran. Entonces tienes que reinventarte
(no sé ya por cuantas veces, como cantaba La Fuga).
La
creación de expectativas en según qué situaciones son un mero regate al
horizonte. Queremos emprender el camino correcto, por supuesto, centrándonos en
el día a día. En el consumo por el consumo. Vivimos en la filosofía de lo
efímero. Nos agobia pensar en el que vendrá después. No queremos
preocupaciones. Cero dramas, tío.
Mientras
que el sistema se preocupa en crear una conciencia diaria para consumir
facilidades, algunos cuerpos tristes se ponen el pijama y exigen soledad. Se
fuerzan a cerrarse a cal y canto. En ese preciso momento es cuando miramos al
horizonte. Solitarios y con poca luz en la habitación. Es cuando nos abruma
pensar que hace unas horas estábamos embutidos en trajes de fiesta para dar la
bienvenida al año y ahora estamos tirados en la cama mirando una humedad en el
techo. Y escuchando pop triste. Visualizamos el horizonte. Una sucesión de
imágenes espectaculares que nos evocan a eventos pasados y siempre caemos en la
cuenta de que pudo ser mejor. Al llegar al confín de esos pensamientos vemos
los ojos a la decepción. La decepción viene acompañada de pesadez y apatía.
El
horizonte se materializa cuando todavía estás pasando la resaca y suena el
despertador diez horas después para avisarte de que tienes que volver a tu
condición de asalariado. Todo lo que viviste antes vestido de gala no vale. Ahora te levantas y produces. Olvida lo efímero y
sal al campo a cumplir con tu obligación.
¿Por
qué pienso en el fatalismo del horizonte? Porque pagué cuarenta euros en una
fiesta de Nochevieja con alcohol de dudosa calidad.