domingo, 6 de enero de 2019

El horizonte: introducción a la tristeza


¿Dónde estás? Quizá te encuentres abriendo los últimos regalos de reyes o probando por primera vez el roscón típico de estas fechas. O estés viendo a tus familiares entre risas, bebidas refrescantes y frutos secos. El júbilo desborda la situación y la conversación recordando chascarillos de las últimas cenas navideñas da ritmo al momento. El más quisquilloso escarba con precisión milimétrica para no comerse las pasas.
Vuelves a casa y te pones el pijama. Recuerdas alguna anécdota. Cuando te tiras en el sofá el horizonte sigue lejos. Nunca alcanzas a verlo físicamente, solo es una construcción onírica en tu cabeza. El hijo de puta siempre es invisible. Aunque no lo veas al instante, no importa, ahora estás disfrutando de tu smartphone nuevo.
Pero el horizonte siempre está presente. El miedo a llegar a él paraliza. O únicamente paraliza pensarlo de manera más pausada. Es como el humo, porque nunca somos capaces de tocarlo con las manos. Todo lo que no se puede palpar tiene la característica de la volatilidad. Y lo volátil en tiempos de instantaneidad es como el sexo pasajero: placentero pero vacío. Una fiesta de Nochevieja en la que has pagado cuarenta euros por alcohol de dudosa calidad. Un instante de placer y luego piensas que nada fue como esperabas. Las expectativas pervierten y cuando no se cumplen te frustran. Entonces tienes que reinventarte (no sé ya por cuantas veces, como cantaba La Fuga).
La creación de expectativas en según qué situaciones son un mero regate al horizonte. Queremos emprender el camino correcto, por supuesto, centrándonos en el día a día. En el consumo por el consumo. Vivimos en la filosofía de lo efímero. Nos agobia pensar en el que vendrá después. No queremos preocupaciones. Cero dramas, tío.
Mientras que el sistema se preocupa en crear una conciencia diaria para consumir facilidades, algunos cuerpos tristes se ponen el pijama y exigen soledad. Se fuerzan a cerrarse a cal y canto. En ese preciso momento es cuando miramos al horizonte. Solitarios y con poca luz en la habitación. Es cuando nos abruma pensar que hace unas horas estábamos embutidos en trajes de fiesta para dar la bienvenida al año y ahora estamos tirados en la cama mirando una humedad en el techo. Y escuchando pop triste. Visualizamos el horizonte. Una sucesión de imágenes espectaculares que nos evocan a eventos pasados y siempre caemos en la cuenta de que pudo ser mejor. Al llegar al confín de esos pensamientos vemos los ojos a la decepción. La decepción viene acompañada de pesadez y apatía.
El horizonte se materializa cuando todavía estás pasando la resaca y suena el despertador diez horas después para avisarte de que tienes que volver a tu condición de asalariado. Todo lo que viviste antes vestido de gala no vale. Ahora te levantas y produces. Olvida lo efímero y sal al campo a cumplir con tu obligación.
¿Por qué pienso en el fatalismo del horizonte? Porque pagué cuarenta euros en una fiesta de Nochevieja con alcohol de dudosa calidad.

Entre la gloria y tú