jueves, 22 de agosto de 2019

Pulsera gris


La recepcionista me ajustó la pulsera en la muñeca y el poder que había ejercido mi tarjeta de crédito pasó a ser la fuerza, el divertimento y la desconexión de los siguientes siete días lejos de casa.

La búsqueda del tiempo perdido por el estrés de año y el aprovechamiento del mismo para conseguir oxigenar la mente y las ideas.

Oficialmente estaba de permiso, que decía mi abuela. Veintiséis años de mi vida y era la primera vez que he tenido la sensación real de que estaba de vacaciones.

La fuerza depredadora de mi pulsera tenía varios poderes ocultos debido al suplemento que pagué: sitios reservados en comedor y piscina, merienda en la habitación y barra libre de bebidas por parte de los camareros del hotel por llevar el color gris en mi muñeca.

Todo funciona igual: si los puedes pagar, tus privilegios aumentan. La gran contradicción del mundo capitalista actual cuando la desigualdad está en números catastróficos. Y como tal sus conflictos laborales. Los mismos camareros sirviendo en desayuno, comida y cena. En pantalones largos negros en pleno mes de agosto. Las mismas limpiadoras teniendo que hacer las máximas habitaciones en el menor tiempo posible.

Un trato exquisito por llevar la pulsera gris. Pero siempre hay que mirar debajo de la alfombra.

Pude pagarlo: tenía derechos adquiridos. La rueda del turismo me abrumó en determinadas ocasiones. Quizá por falta de práctica o por ser un mundo en el que no sabía moverme con cierta soltura o, directamente, absolutamente desconocido y del cual he conocido experiencias muy puntuales y algunas por trabajo.

De la imagen general que he logrado esbozar en mi cabeza mientras tecleo el ordenador hacia un punto de vista más amplio, me asalta una pregunta: ¿todo lo vivido en el período vacacional es por sumar experiencias? En determinadas ocasiones, me temo que sí. Aquí entran en juego las redes sociales y un factor competitivo altamente agresivo: debes estar a la altura del resto o te quedarás rezagado. Suma, viaja y exponte cara al público. Hagas lo que hagas, ponte un filtro de Instagram.

En los tiempos que corren, a todos nos puede llegar a gustar subir algo de vez en cuando: fotos o algún otro tipo de elemento variopinto que nos permita el mundo cibernético. Pero hay cosas que rozan lo grotesco. Incluso calamitoso. Como subir un vídeo corriendo en la cinta del gimnasio del hotel, en un escenario exactamente igual del que puedes vivir en una macrosala de deporte de tu ciudad, únicamente por estar en otro país (aquí me he puesto estupendo y quisquilloso, ruego que me disculpen).

Entre el Black Mirror y el gintonic con la lima rallada que te aprietas en la terraza del hotel que te has podido permitir, hay una cara oculta que toca la realidad con los dedos. Entre el filtro de Instagram para poner la sonrisa que todo el mundo quiere ver y el socorrista de la piscina que está echando ocho horas al sol para que tú puedas disfrutar del baño, está la vida diaria. Está la gente que sigue haciendo girar el mundo.

No importa del color que sea la pulsera del hotel, si estás en un camping o si te has pegado doce horas de coche para llegar a la playa y disfrutar de tu familia unos días: llegues donde llegues la rueda del mundo sigue girando y levanta ampollas bajo toda una industria del turismo y el ocio altamente nociva en muchos aspectos. Es el mercado, amigo.

Apuren las vacaciones —que bien merecidas las tienen— y pidan por favor el café a la camarera, no sean cenutrios.

PD: me quité la pulsera nada más llegar a casa, nunca fue conmigo el ser un hortera.

Entre la gloria y tú