lunes, 13 de enero de 2020

Mochila amarilla


A pesar de que la lluvia era todavía fina y esporádica, las gotas iban calando poco a poco en su abrigo deportivo. La ropa ancha siempre era más cómoda para dar pedales. Además tenía una capucha ajustable con la que, cuando veía en la app del móvil que las temperaturas iban a bajar o que daban predicción de lluvia, podía taparse las orejas sin necesidad de comprarse ningún accesorio extra.

Pasaba la medianoche. Notó la vibración del móvil. Tenía una nueva alerta: un pedido en un Burger King a diez minutos de donde estaba tomando un resuello después de una entrega. Cuando se colocó la mochila, amarilla y con una profundidad enorme, rezó para sí mismo a cualquier Dios que conociese para que la lluvia no se intensificase en el trayecto. Tener que pedalear por el asfalto mojado siempre era más peligroso, sobre todo cuando llevabas un pedido dentro de la mochila.

Todo por una comisión de 1,50 euros. A veces menos. Y todo durante la medianoche y con este temporal.

Cuando Germán recogió el pedido —dos menús dobles con patatas grandes y unas alitas de pollo— comenzó a pensar en cómo acabó siendo uno de aquellos riders. Recordó que estaba buscando trabajo por internet y vio una oferta que prometía dinero fácil y unos horarios flexibles. La empresa se llamaba Glovo y prometía ser tu propio jefe, unos ingresos adecuados y una competitividad total en el trabajo. Podrías trabajar lo que quisieras cuando quisieras.

Los pensamientos de Germán se iban desvaneciendo mientras que en el semáforo en rojo se ajustaba la capucha para protegerse de la lluvia. Todavía le quedaban unos ocho minutos, según Google Maps, para llegar a su destino. El pedido todavía estaría caliente para entonces. De repente cayó en la cuenta de que todavía no había cenado. Quizá con suerte, después de ese pedido y con las horas que eran —pasadas las doce y media de la noche— podría tomar una pizza rápida o un kebab. Todo dependía de si luego no tenía otra entrega y del punto de entrega de la misma.

Cuando la luz verde le volvió a permitir el paso, los cuádriceps y gemelos de Germán se tensaron y comenzó a pedalear todo lo rápido que pudo para intentar deshacerse de la lluvia lo antes posible. Con precaución y mirando el móvil para no desviarse del camino, vio de refilón a unos jóvenes dándose el lote en un portal para justo después comprobar que le quedaban escasos tres minutos para llegar a su destino. La segunda calle a la izquierda. Eran edificios grandes y blancos, con portones recargados y con barrotes en las ventanas.

Aparcó la bici y comprobó en la app el número exacto del piso. El cuarto B. Llamó al telefonillo y notó sus dedos entumecidos por el frío y la lluvia. Una voz apareció al otro lado:

—¿Sí?
—Soy el repartidor, le traigo su pedido.
—Claro, sube.

Germán notó que era un adolescente por su timbre agudo.

Subió por el ascensor con la incomodidad de la mochila y empujó la puerta cuando la voz metálica dijo que era el cuarto piso. Un joven con media melena, unos pantalones caqui y un polo verde le esperaba con la puerta abierta, apoyado en el cerco.

—Menos mal, ya estaba muerto de hambre.

Germán apoyó la mochila en el suelo y sacó dos bolsas de papel que le entregó al chico con sumo cuidado.

—Aquí tienes. Buen provecho. Buenas noches.
—El ascensor es solo para propietarios —protestó la voz del chico cuando agarró las bolsas—. Y cerró la puerta sin despedirse.

Germán se quedó unos segundos petrificado sin saber qué hacer. Después de recorrerse quince minutos en bici, tenía que aguantar ese tipo de comentarios.

«Tendría que haberme comido sus putas alitas», pensó mientras bajaba las escaleras.

Se quedó en el rellano del tercero y terminó el recorrido en ascensor.

Cuando volvió a la calle, vio que la lluvia había amainado, pero él seguía mojado. La bicicleta seguía apoyada con la cadena de seguridad en el árbol de enfrente del edificio. Se montó y se puso a pedalear sin rumbo fijo. A los pocos minutos, el cuerpo le estaba pidiendo descansar, así que se desvió hacia el centro, donde los portales eran grandes y se podía combatir mejor el frío y la lluvia. Al menos podría aparcar bien la bicicleta.

Pasaron unos quince minutos y apareció una chica joven, con su misma mochila y totalmente empapada, tambaleándose con la bicicleta. Se bajó como pudo y corrió a refugiarse en uno de los portales. La chica sacó el móvil. Germán, al verlo, se acercó y no dudó en empezar a hablar con ella:

—Hola, ¿un pedido?
—Mmm, hola. Sí, otro. Pero estoy empapada y creo que se me ha pinchado una rueda de la bici.
—Vaya, lo siento. ¿Y si no coges el pedido?
—Necesito el dinero. Mi hija necesita los libros para el colegio.
—Pero también necesita una madre sana, ¿verdad?
Gonzalo le prestó la toalla que tuvo que robar de un tendedero para poder secarse.
—Todavía está un poco húmeda, pero creo que te podrá servir.
—Gracias. Perdona, no me he presentado. Me llamo Celia.
—Yo soy Germán. ¿Vas a coger el pedido?
—Claro, qué remedio.

Los ojos llorosos de Celia demostraban una impotencia terrible. Se secó las lágrimas y se arrancó a hablar.

—No puedo más. ¿Sabes que vengo de una casa donde no querían el pedido porque estaba frío? Les he explicado que lo sentía, que me he tenido que desviar de la ruta más rápida porque la policía había cortado la carretera por una pelea y he tardado más. Pero les ha dado igual, no lo han cogido y yo no lo he cobrado. ¿Ves por qué lo tengo que coger?
Germán se quedó pensativo unos instantes. Desvió la mirada y sacó su móvil para comprobar la app. Vio que no tenía nada. Volvió a fijar su mirada en Celia y dijo:
—Si quieres, te llevo yo.
—Claro, y lo cobras tú.
—No, descuida. Solo te llevo en la bici. Me puedo apañar montando de pie. Venga, acéptalo, tú hija lo necesita.
—Y tú también necesitas el dinero, imagino.
—Claro. ¿Pero qué sería de nosotros si no somos solidarios el uno con el otro? Bastante mierda tenemos encima con este trabajo como para no ayudarnos.

Volvieron a aparecer los ojos llorosos de Celia. Agarró su Huawei y aceptó el pedido. Era en un McDonalds. Como estaba cerca, Germán le dijo que iría andando a por él. Luego, Celia cogería la bicicleta de Germán y se verían en ese McDonalds.

La lluvia no volvería a aparecer y, a los doce minutos, Germán y Celia estaban de camino a una zona residencial donde alguien quería comer aros de cebolla a la una de la madrugada. Germán mantuvo el equilibrio como pudo, al igual que Celia el peso de la mochila. La delgadez de la muchacha ayudó a que no se cayesen.

Tardaron exactamente nueve minutos en llegar. Celia se bajó de la bicicleta cuando Germán paró e hizo entrega del pedido. Vio como la app confirmó la entrega.

—Oye, Germán, de verdad, muchísimas gracias. Nunca me había pasado una cosa así.
—Ni yo lo había hecho. Pero no iba a dejar que una compañera estuviese así. La ayuda mutua es necesaria.
—¿Sabes? Cuando cogí este trabajo por internet, el anuncio rezaba que tendría la competitividad más absoluta. Hoy contigo he visto que mentían.
—También mentían cuando nos decían que íbamos a ser nuestros propios jefes. Un jefe nunca haría un trabajo por dos euros.

Ambos sonrieron.

Germán y Celia volvieron donde estaba la bicicleta con la rueda pinchada. Ella cogió un autobús nocturno para volver a casa y él se quedó vagando por las calles un rato más. Se intercambiaron los teléfonos.

Eran compañeros. Compañeros con una mochila amarilla a cuestas para sobrevivir. Y el apoyo mutuo cuando luchas por sobrevivir es totalmente necesario.

Entre la gloria y tú