A
pesar de que la lluvia era todavía fina y esporádica, las gotas iban calando
poco a poco en su abrigo deportivo. La ropa ancha siempre era más cómoda para
dar pedales. Además tenía una capucha ajustable con la que, cuando veía en la app del móvil que las temperaturas iban
a bajar o que daban predicción de lluvia, podía taparse las orejas sin
necesidad de comprarse ningún accesorio extra.
Pasaba
la medianoche. Notó la vibración del móvil. Tenía una nueva alerta: un pedido
en un Burger King a diez minutos de donde estaba tomando un resuello después de
una entrega. Cuando se colocó la mochila, amarilla y con una profundidad
enorme, rezó para sí mismo a cualquier Dios que conociese para que la lluvia no
se intensificase en el trayecto. Tener que pedalear por el asfalto mojado
siempre era más peligroso, sobre todo cuando llevabas un pedido dentro de la
mochila.
Todo
por una comisión de 1,50 euros. A veces menos. Y todo durante la medianoche y
con este temporal.
Cuando
Germán recogió el pedido —dos menús dobles con patatas grandes y unas alitas de
pollo— comenzó a pensar en cómo acabó siendo uno de aquellos riders. Recordó que estaba buscando
trabajo por internet y vio una oferta que prometía dinero fácil y unos horarios
flexibles. La empresa se llamaba Glovo y prometía ser tu propio jefe, unos
ingresos adecuados y una competitividad total en el trabajo. Podrías trabajar
lo que quisieras cuando quisieras.
Los
pensamientos de Germán se iban desvaneciendo mientras que en el semáforo en
rojo se ajustaba la capucha para protegerse de la lluvia. Todavía le quedaban
unos ocho minutos, según Google Maps, para llegar a su destino. El pedido
todavía estaría caliente para entonces. De repente cayó en la cuenta de que
todavía no había cenado. Quizá con suerte, después de ese pedido y con las
horas que eran —pasadas las doce y media de la noche— podría tomar una pizza
rápida o un kebab. Todo dependía de si luego no tenía otra entrega y del punto
de entrega de la misma.
Cuando
la luz verde le volvió a permitir el paso, los cuádriceps y gemelos de Germán se
tensaron y comenzó a pedalear todo lo rápido que pudo para intentar deshacerse
de la lluvia lo antes posible. Con precaución y mirando el móvil para no
desviarse del camino, vio de refilón a unos jóvenes dándose el lote en un
portal para justo después comprobar que le quedaban escasos tres minutos para
llegar a su destino. La segunda calle a la izquierda. Eran edificios grandes y
blancos, con portones recargados y con barrotes en las ventanas.
Aparcó
la bici y comprobó en la app el
número exacto del piso. El cuarto B. Llamó al telefonillo y notó sus dedos
entumecidos por el frío y la lluvia. Una voz apareció al otro lado:
—¿Sí?
—Soy
el repartidor, le traigo su pedido.
—Claro,
sube.
Germán
notó que era un adolescente por su timbre agudo.
Subió
por el ascensor con la incomodidad de la mochila y empujó la puerta cuando la
voz metálica dijo que era el cuarto piso. Un joven con media melena, unos
pantalones caqui y un polo verde le esperaba con la puerta abierta, apoyado en
el cerco.
—Menos
mal, ya estaba muerto de hambre.
Germán
apoyó la mochila en el suelo y sacó dos bolsas de papel que le entregó al chico
con sumo cuidado.
—Aquí
tienes. Buen provecho. Buenas noches.
—El
ascensor es solo para propietarios —protestó la voz del chico cuando agarró las
bolsas—. Y cerró la puerta sin despedirse.
Germán
se quedó unos segundos petrificado sin saber qué hacer. Después de recorrerse
quince minutos en bici, tenía que aguantar ese tipo de comentarios.
«Tendría
que haberme comido sus putas alitas», pensó mientras bajaba las escaleras.
Se
quedó en el rellano del tercero y terminó el recorrido en ascensor.
Cuando
volvió a la calle, vio que la lluvia había amainado, pero él seguía mojado. La bicicleta seguía apoyada con la cadena de seguridad en el
árbol de enfrente del edificio. Se montó y se puso a pedalear sin rumbo
fijo. A los pocos minutos, el cuerpo le estaba pidiendo descansar, así que se
desvió hacia el centro, donde los portales eran grandes y se podía combatir
mejor el frío y la lluvia. Al menos podría aparcar bien la bicicleta.
Pasaron
unos quince minutos y apareció una chica joven, con su misma mochila y
totalmente empapada, tambaleándose con la bicicleta. Se bajó como pudo y corrió
a refugiarse en uno de los portales. La
chica sacó el móvil. Germán, al verlo, se acercó y no dudó en empezar a hablar
con ella:
—Hola,
¿un pedido?
—Mmm,
hola. Sí, otro. Pero estoy empapada y creo que se me ha pinchado una rueda de
la bici.
—Vaya,
lo siento. ¿Y si no coges el pedido?
—Necesito
el dinero. Mi hija necesita los libros para el colegio.
—Pero
también necesita una madre sana, ¿verdad?
Gonzalo
le prestó la toalla que tuvo que robar de un tendedero para poder secarse.
—Todavía
está un poco húmeda, pero creo que te podrá servir.
—Gracias.
Perdona, no me he presentado. Me llamo Celia.
—Yo
soy Germán. ¿Vas a coger el pedido?
—Claro,
qué remedio.
Los
ojos llorosos de Celia demostraban una impotencia terrible. Se secó las
lágrimas y se arrancó a hablar.
—No
puedo más. ¿Sabes que vengo de una casa donde no querían el pedido porque
estaba frío? Les he explicado que lo sentía, que me he tenido que desviar de la
ruta más rápida porque la policía había cortado la carretera por una pelea y he
tardado más. Pero les ha dado igual, no lo han cogido y yo no lo he cobrado.
¿Ves por qué lo tengo que coger?
Germán
se quedó pensativo unos instantes. Desvió la mirada y sacó su móvil para
comprobar la app. Vio que no tenía
nada. Volvió a fijar su mirada en Celia y dijo:
—Si
quieres, te llevo yo.
—Claro,
y lo cobras tú.
—No,
descuida. Solo te llevo en la bici. Me puedo apañar montando de pie. Venga,
acéptalo, tú hija lo necesita.
—Y
tú también necesitas el dinero, imagino.
—Claro.
¿Pero qué sería de nosotros si no somos solidarios el uno con el otro? Bastante
mierda tenemos encima con este trabajo como para no ayudarnos.
Volvieron
a aparecer los ojos llorosos de Celia. Agarró su Huawei y aceptó el pedido. Era
en un McDonalds. Como estaba cerca, Germán le dijo que iría andando a por él.
Luego, Celia cogería la bicicleta de Germán y se verían en ese McDonalds.
La
lluvia no volvería a aparecer y, a los doce minutos, Germán y Celia estaban de
camino a una zona residencial donde alguien quería comer aros de cebolla a la
una de la madrugada. Germán mantuvo el equilibrio como pudo, al igual que Celia
el peso de la mochila. La delgadez de la muchacha ayudó a que no se cayesen.
Tardaron
exactamente nueve minutos en llegar. Celia se bajó de la bicicleta cuando
Germán paró e hizo entrega del pedido. Vio como la app confirmó la entrega.
—Oye,
Germán, de verdad, muchísimas gracias. Nunca me había pasado una cosa así.
—Ni
yo lo había hecho. Pero no iba a dejar que una compañera estuviese así. La
ayuda mutua es necesaria.
—¿Sabes?
Cuando cogí este trabajo por internet, el anuncio rezaba que tendría la
competitividad más absoluta. Hoy contigo he visto que mentían.
—También
mentían cuando nos decían que íbamos a ser nuestros propios jefes. Un jefe
nunca haría un trabajo por dos euros.
Ambos
sonrieron.
Germán
y Celia volvieron donde estaba la bicicleta con la rueda pinchada. Ella cogió
un autobús nocturno para volver a casa y él se quedó vagando por las calles un
rato más. Se intercambiaron los teléfonos.
Eran
compañeros. Compañeros con una mochila amarilla a cuestas para sobrevivir. Y el
apoyo mutuo cuando luchas por sobrevivir es totalmente necesario.