miércoles, 5 de junio de 2019

Jersey azul


Los edificios viejos albergan historias y anécdotas aunque solo las conozcan quienes hayan pasado dentro de los mismos una parte de su vida. Balcones con viejos barrotes, sábanas desgastadas por mil lavados y cables de la corriente eléctrica al aire libre. Pisos del bajo hasta el quinto, y en lo alto de la fachada una gran pancarta de publicidad de la inmobiliaria propietaria de aquel bloque de ladrillo y vigas. En los soportales había un bar con algunas mesas de plástico en mitad de la calle. Le flanqueaban un banco y una panadería.

La plaza envolvía toda una arquitectura que viraba entre lo antiguo y lo moderno. En la esquina más alejada a la parada del autobús había un quiosco cerrado y justo a su lado una iglesia.

La afluencia, debida a cuestiones laborales o vitales en el casco viejo del pueblo, era siempre alta. La viveza del centro, con todas sus contradicciones, era agradable.

Todos los días, Marian iba a sentarse a la parada del autobús, pero nunca se montaba en ninguno. La marquesina, recubierta con publicidad de cosméticos y nuevos programas de la televisión de pago, ejercía la función de banco público.
A pesar del calor, siempre vestía un jersey azul abrochado en la parte alta de la espalda por un pequeño botón. No importaba que ya estuviese bien entrado el mes de mayo, nunca se quitaba el jersey.

La mujer, menuda y arrugada, pasaba las tardes enteras hablando con la gente que acudía a la parada del autobús. Ellos se terminaban yendo; ella, no. El sol apretaba al principio de la tarde, pero tampoco llevaba gafas de sol. A veces con la mirada perdida; otras, con ella fija en los edificios de la plaza, los pequeños ojos de Marian examinaban los rincones del pueblo que la estaba viendo envejecer.

Llegaba a la parada al término del mediodía y se encontraba con funcionarios públicos que cogían el autobús de línea interurbano rumbo al centro de la ciudad. Les definían sus caras famélicas por el hambre de la jornada laboral y los músculos agarrotados por estar seis horas sentados en una silla moviendo papeles y poniendo sellos. Los autobuses urbanos iban repletos de estudiantes de instituto. Los más avispados, con los calcetines por fuera y la mochila colgando de un hombro, estaban sentados siempre en la parte de atrás. Cada vez que Marian los veía, pensaba: «Me hubiese encantado tener nietos».

Algunos repartidores de comida a domicilio entregaban pizzas a los negocios que no cerraban al mediodía, otros riders iban sudando encima de una bicicleta a lomos de una gran mochila amarilla que guardaba comida caliente para algún domicilio particular. «Pobres, se tienen que dejar la espalda», murmuraba Marian.

Cuando el sol apretaba, el vello canoso de la comisura de los labios de la mujer relucía y las arrugas de la cara brillaban. Siempre que pasaban los primeros autobuses, consultaba el gran reloj del ayuntamiento.

Eran las tres y cuarto de la tarde. Hasta las cinco no volvía a haber gran afluencia en la marquesina. Entre esas horas, Marian se dedicaba a mirar al frente, los bancos y la fuente municipales.

Madres con recién nacidos dándoles el pecho bajo la atenta mirada de los padres que llevaban gafas de sol para aprovechar los rayos de la primera hora de la tarde. Ellos tenían la ventaja de no haber sufrido un parto en sus carnes. Hombres bebiendo cervezas de lata del chino y las primeras meriendas en el bar del soportal del edificio de pisos. De vez en cuando una patrulla municipal pasaba con el coche oficial a poca velocidad y con vista de lince.

Alrededor de las cinco de la tarde salían las trabajadoras de las sucursales de los bancos ataviadas en faldas de tubo y camisas lisas metidas por dentro. La parada volvía a tener ritmo, pero ahora entre caras de cansancio. La salida del trabajo cuando el calor aprieta y ves las vacaciones todavía lejos es mucho más dura. Marian les miraba condescendiente.

A la vez que aquellas mujeres llenaban la parada de autobús, varios padres primerizos aparecían con sus jóvenes descendientes recién salidos de sus actividades extraescolares. Marian intentaba hablar con algún pequeño, pero este se resistía. Iban llenando las líneas urbanas e interurbanas de las cinco de la tarde. Un padre se montó con su hija en un Uber que había solicitado con antelación. «Vamos a llegar tarde a tenis, papá» — dijo la voz cansada de la niña.

Marian se quedó sola y volvió a mirar el reloj del ayuntamiento. Eran las cinco y veinte.

La plaza seguía generando viveza y alegría. Marian lo miraba sola desde la parada del autobús. Su paciencia era eterna, como su soledad. Su soledad era igual que aquellos autobuses: siempre volvía al cabo de un rato. Sola en la parada, con su jersey azul cada vez más sudado por el calor.

Al lado de la parada, se formaban corrillos de los hombres que seguían bebiendo cervezas del chino, algunos adolescentes se acercaban a media tarde al kebab que estaba justo detrás de la parada a comprar unos dúrums y a comprar tabaco en el estanco que estaba a la derecha del restaurante. Marian no entendía cómo los jóvenes podían comer esa carne con salsas.

Las horas caían, la afluencia de la parada iba disminuyendo y la soledad de Marian iba aumentando. Le empezaron a sudar los tobillos, que llevaba al descubierto debido al bajo de sus pantalones grises.

Cuando pasaban las siete y cuarto de la tarde, comprobadas por el reloj del ayuntamiento, Marian abandonaba la plaza. Aparecía, pasaba la tarde y se iba a su casa sola.

Todas las personas que estaban en algún momento en la parada, terminaban yéndose, pero ella siempre se quedaba. Era su forma de luchar contra la soledad. Al menos compartía miradas. Tal vez, Marian estuviese esperando a alguien. Alguien que se fue hace mucho tiempo y el fuerte deseo de un reencuentro quiere que esté de vuelta, aunque sea imposible. O quizá alguien nuevo y desconocido y volver a sentir el cosquilleo del principio. Coger alguna de las efímeras conversaciones que mantenía con los pasajeros que acudían a la parada e ir al bar de los soportales a tomar un café. Nunca sucedía.

Entre la gloria y tú