El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo,
tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos
teníamos los movimientos restringidos.
Todavía falta que se redujesen aún más.
Roberto estaba frente al ordenador, en la bandeja de entrada de su correo electrónico. Clicó.
Un mail de la empresa. ERTE.
Y que sentían las molestias que nos pudiesen ocasionar. Que
todo volvería a la normalidad. Eran las 10:35 de la mañana y se había quedado
sin trabajo.
Roberto se quedó mirando al monitor con la mirada perdida.
Entró Berta, su pareja, con Aitana en brazos. Le tocaba
biberón.
Se lo contó y se abrazó a ellas.
Al menos iban a liquidar el mes anterior. Con eso podrían
tirar este mes, tanto de alquiler como de gastos, pero al mes siguiente sería
imposible.
El Gobierno anunció hacerse cargo de las prestaciones por
desempleo. Pero el jefe indemne.
«La madre que los parió», dijo Roberto a la nada. «Que no
tienen músculo económico, dicen, pues con lo que se ahorran en horas extras ya
podrían tenerlo», suspiró.
A saber qué pasaba cuando la pandemia pasase.
Lo peor siempre es la incertidumbre. Eterna y punzante.
Tener que lidiar con el vacío vital tras leer aquel mail
encerrado en casa era criminal.
Llevaba tres años trabajando en la planta de automóviles.
Mientras, las televisiones dando en bucle las cifras de
contagiados y nuevos fallecidos.
Intentó relajarse. Se echó la siesta con Aitana. Apenas
comió.
Berta salió de baño:
―Sé que hoy nada te puede calmar, pero
ahora no puedes hacer nada. Solo queda esperar y gestionar los papeles
necesarios. Puedes leer todos los libros que tenías pendientes.
―Pero necesitamos el dinero, Berta.
―Lo sé. Pero para este mes tenemos. A la niña no le va a
faltar de nada y a nosotros tampoco. Hicimos la compra grande del mes hace un
par de días. Estamos provistos. El mes que viene me tienen que entrar las
facturas de los últimos dos encargos, también tendremos algo más. Además, te corresponde la prestación, ya sabes.
―Eso espero.
Se dieron un beso ligero.
Los días serían igual de monótonos a partir de ahora. A saber
hasta cuándo.
Incertidumbre: eterna y punzante. ¿Y si el despido no fuese temporal?
Le reconfortaba ver a Aitana sonreír. Ya tenía un año.
Llamó a Tomás al cabo de un rato:
―¿Te ha llegado también?
―Claro, Rober. Estamos jodidos.
―¿Qué dicen los del sindicato?
―Intentaron que se retrasara lo máximo posible. Presionaron
en los despachos la semana de antes, pero nada. Por lo menos este último mes lo
tendremos.
Un alivio efímero. Pero les permitiría comer.
Cuando vives al día, cualquier prórroga económica es un
desahogo. Pero cuando ves que se acerca el día en el cual te puedes quedar sin
dinero en la cuenta, la asfixia es bastante más cruel que el desahogo previo. Algunos
estábamos llamados a vivir siempre en la prórroga. Pidiendo la hora, diciendo
al árbitro que añada más minutos. Minutos que pueden convertirse en un bote
salvavidas.
Aitana dormía. Eran las seis de la tarde. El primer día sin
trabajo había transcurrido con una extraña agilidad.
Apareció Berta con un café con leche en la taza morada que le
trajo de Bilbao cuando fue a aquel certamen de ilustradoras. Venía con su
cuaderno de bocetos.
Le dio la taza y comenzó a dibujar. La cuna de Aitana estaba
al lado del sofá donde estaban sentados.
El grafito hacía un ruido infantil al frotarse con el papel.
Berta le dijo:
―A este dibujo lo llamaré Esperanza.
Es lo que siempre tenemos que tener.