viernes, 20 de marzo de 2020

Coprotagonistas (VI): En la calle


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

Todavía falta que se redujesen aún más.

Roberto estaba frente al ordenador, en la bandeja de entrada de su correo electrónico. Clicó.

Un mail de la empresa. ERTE.

Y que sentían las molestias que nos pudiesen ocasionar. Que todo volvería a la normalidad. Eran las 10:35 de la mañana y se había quedado sin trabajo.

Roberto se quedó mirando al monitor con la mirada perdida.

Entró Berta, su pareja, con Aitana en brazos. Le tocaba biberón.

Se lo contó y se abrazó a ellas.

Al menos iban a liquidar el mes anterior. Con eso podrían tirar este mes, tanto de alquiler como de gastos, pero al mes siguiente sería imposible.

El Gobierno anunció hacerse cargo de las prestaciones por desempleo. Pero el jefe indemne. 

«La madre que los parió», dijo Roberto a la nada. «Que no tienen músculo económico, dicen, pues con lo que se ahorran en horas extras ya podrían tenerlo», suspiró.

A saber qué pasaba cuando la pandemia pasase.

Lo peor siempre es la incertidumbre. Eterna y punzante.

Tener que lidiar con el vacío vital tras leer aquel mail encerrado en casa era criminal.

Llevaba tres años trabajando en la planta de automóviles.

Mientras, las televisiones dando en bucle las cifras de contagiados y nuevos fallecidos.

Intentó relajarse. Se echó la siesta con Aitana. Apenas comió.

Berta salió de baño:

Sé que hoy nada te puede calmar, pero ahora no puedes hacer nada. Solo queda esperar y gestionar los papeles necesarios. Puedes leer todos los libros que tenías pendientes.

Pero necesitamos el dinero, Berta.

―Lo sé. Pero para este mes tenemos. A la niña no le va a faltar de nada y a nosotros tampoco. Hicimos la compra grande del mes hace un par de días. Estamos provistos. El mes que viene me tienen que entrar las facturas de los últimos dos encargos, también tendremos algo más. Además, te corresponde la prestación, ya sabes.

―Eso espero.

Se dieron un beso ligero.

Los días serían igual de monótonos a partir de ahora. A saber hasta cuándo.

Incertidumbre: eterna y punzante. ¿Y si el despido no fuese temporal?

Le reconfortaba ver a Aitana sonreír. Ya tenía un año.

Llamó a Tomás al cabo de un rato:

―¿Te ha llegado también?

―Claro, Rober. Estamos jodidos.

―¿Qué dicen los del sindicato?

―Intentaron que se retrasara lo máximo posible. Presionaron en los despachos la semana de antes, pero nada. Por lo menos este último mes lo tendremos.

Un alivio efímero. Pero les permitiría comer.

Cuando vives al día, cualquier prórroga económica es un desahogo. Pero cuando ves que se acerca el día en el cual te puedes quedar sin dinero en la cuenta, la asfixia es bastante más cruel que el desahogo previo. Algunos estábamos llamados a vivir siempre en la prórroga. Pidiendo la hora, diciendo al árbitro que añada más minutos. Minutos que pueden convertirse en un bote salvavidas.

Aitana dormía. Eran las seis de la tarde. El primer día sin trabajo había transcurrido con una extraña agilidad.

Apareció Berta con un café con leche en la taza morada que le trajo de Bilbao cuando fue a aquel certamen de ilustradoras. Venía con su cuaderno de bocetos.

Le dio la taza y comenzó a dibujar. La cuna de Aitana estaba al lado del sofá donde estaban sentados.

El grafito hacía un ruido infantil al frotarse con el papel. Berta le dijo:

―A este dibujo lo llamaré Esperanza. Es lo que siempre tenemos que tener.

Roberto sonrió y dio el último sorbo al café.

jueves, 19 de marzo de 2020

Coprotagonista (V): En otra casa


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

«Yo los tengo restringidos siempre», se dijo Ángela mientras preparaba el desayuno.

Ya llevaba una hora despierta.

Los señores estarían al bajar.

«Con esto que llaman teletrabajo pueden aguantar un poco más en la cama. Pero yo tengo que bajar a exprimir las naranjas como todos los días. Ni un minuto más tarde».

Le gustaba tener la radio puesta a primera hora de la mañana, le ayudaba a imaginarse el mundo que había tras las paredes de la cocina.

«El Gobierno llama a que todo el mundo se quede en casa», rezaba una voz femenina tras las ondas.

«Desde que llegué a España, casi siempre estoy en casa», murmuró Ángela mientras levantaba el brazo derecho para coger el azúcar moreno del armario.

El señor tomaba el cortado con azúcar moreno.

Ángela siempre estaba en casa, pero nunca en la suya. Desde que encontró el trabajo de interna vivía en un chalet a las afueras de la ciudad. 

Una vez entró en el chalet, se volvió invisible.

Francisco, el hombre de la casa, le dijo que le pagaría en metálico a final de mes. Sin papeles ni nada.

—Los papeles dicen cosas, chica, mejor lo dejamos así —le dijo el primer día.

Y allí seguía. Cocinando, limpiando y recogiendo habitaciones. Sin parar durante horas y con poco descanso.

De vez en cuando, María del Mar, la mujer de Francisco, le decía que limpiase a fondo las ventanas, sillas y mesas. Tanto las del interior de la casa como las del jardín. Ahora con todo esto de la pandemia al menos se ahorraría una parte de todo ese trabajo, ya que solo se lo pedían cuando venían las amigas de la señora.

Le daba pánico salir a la calle. Era la única de la casa que salía a hacer la compra o ir a la farmacia. Insistió mucho a los señores para comprar guantes y mascarillas, así como gel y rollos de papel de un solo uso.

—Señor Francisco, lo escuché en las noticias por la radio esta mañana, debemos prevenir. Yo estoy en contacto con toda la casa, por favor.

Terminó accediendo.

Durante los días de confinamiento estaba teniendo un extra de trabajo por las mañanas: Alicia e Iván, los mellizos de diez años. Aunque estaban pegados al ordenador escuchando clases de sus profesores, no dejaban de estar por medio a determinadas horas de la mañana.

«Ahora me toca hacerles el bocadillo a las once y cuarto todos los días, como si fuese el recreo», se quejaba Ángela.

Masticaban el pan de molde sin levantar la vista de sus iPad.

La jornada seguía: María del Mar en su ordenador hablando con clientes a distancia y Francisco pegado al teléfono. Ángela estaba en la habitación de la plancha doblando cuellos de camisa y recogiendo calcetines.

Los mellizos estaban jugando a la videoconsola.

Todavía faltaba preparar la cena. No eran ni las seis y media de la tarde.

No importaba el confinamiento. Su trabajo no cambió. Para colmo, aumentó. Menos espacio vital y más presión laboral por las medidas de higiene.

En momentos, añoraba su Quito natal. Allí también estaban sufriendo el virus. Pensaba mucho en su primo Sebastián, que tenía dolencias del corazón. Tendría que esperar al fin de semana para hacer un Skype.

Colocó la ropa en los armarios y empezó a preparar la cena. Con guantes limpios.

Los horarios habían cambiado al pasar tantas horas. Se cenaba antes.

Coció arroz integral y enharinó unos lenguados. La semana anterior la señora le pidió que, por favor, ahora las cenas fuesen más ligeras ya que se movían menos.

Cayó la noche. Los mellizos estaban en su habitación y los señores conversaban en el jardín con la última taza de café del día.

Ángela por fin se recogió a la suya. Tenía un baño pequeño. Tomó una ducha caliente.

Mañana la rutina no sería muy diferente.

El virus había traído menos horas de descanso. Se acordó de su primo Sebastián. Se metió en la cama.

Escuchó crac desde la habitación de Alicia. Solo rezó para que mañana no tuviese que reparar nada que no supiese.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Coprotagonistas (IV): En el autobús


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

Pero esto no afectaba a la circulación de autobuses. No se movió ni un servicio. Ni un turno rotatorio.

En horas punta seguían teniendo el mismo escenario: trabajadores apelotonados.

Desde el primer servicio, el más tempranero, ya tenías miedo de que te pudiesen contagiar.

«Benditos abonos transporte», reflexionó Fabián mientras se anudaba la corbata del uniforme frente al espejo y cogía su bandolera.

Su contacto con los clientes era mínimo, pero el trasiego de subidas y bajadas, paradas en carretera y los breves descansos antes de volver a arrancar eran una auténtica paranoia. Disponía de gel para lavarse las manos después de cada trayecto.

¿Alguien te habrá contagiado? Quizá aquel hombre que dejé en la fábrica de coches. Quién sabe.

Parte del día fuera de casa, a pesar de las mascarillas y los guantes, era un auténtico peligro.

«Dijeron las autoridades que se iban a restringir los movimientos, pero yo no hago más que moverme. Encima de manejar maquinaria pesada», se dijo Fabián a sí mismo.

La pesadez del trabajo. La losa de la responsabilidad.

«Claro, además tienes que seguir manteniendo la concentración máxima, porque estás llevando a personas. Aunque solo fuese una. Un día a día que dicen muy diferente al resto, pero para mí no es excesivamente diferente», pensó.

Todo el día pisando el acelerador y el freno.

Recordó cuando entró en la empresa, de la mano de su padre, que también fue conductor de autobús:

—Fabián, hijo, aquí puedes tener tu vida asegurada. Yo me he pasado muchas horas en la carretera, relaja y te hace pensar.

—Pues no estoy muy relajado, papá —se dijo mientras el semáforo se ponía en verde y él hundía su pie derecho en el pedal.

Era ya media mañana, había pasado lo peor. Todo el bullicio de la entrada a los trabajos había pasado. 
Y si no se empezaba a encontrar mal, sentía cierto alivio.

Pero todavía quedaba un trecho hasta la hora de comer.

Recorrer las calles y seguir mirando en los pasos de cebra.

Nunca olvidaba las medidas de higiene que les obligaron a llevar al final de cada trayecto. Los operarios de limpieza que esperaban en la calle tenían que pasar un paño con líquido desinfectante por barandillas y asientos.

Otros que no dejaban de trabajar. Tras la limpieza, el recorrido seguía. Una y otra vez.

Las mismas calles, la misma sensación de estar moviendo el virus por la ciudad.

Un círculo eterno por culpa del trabajo. La punzada en el estómago de que con el suyo estaba llevando a los pasajeros al suyo.

«Ni movimientos restringidos ni leches, aquí algunos seguimos chapando», se volvió a decir a sí mismo cuando detuvo el autobús en una marquesina azul.

Se bajó el último viajero.

Los últimos servicios fueron mucho más ligeros. Prácticamente vacíos.

Escuchó en la radio que el uso de transporte público había bajado debido al estado de alarma.

«Pues yo he seguido llevando a gente al polígono bien temprano», balbuceó mientras dejaba el autobús en las cocheras.

Era una contradicción permanente. Los que seguían pisando las calles a la hora del desayuno y los que podían teletrabajar.

Al llegar a casa, comió la sopa que le sobró del día anterior y se puso un café solo con hielo.

Estaba solo en su apartamento periférico. A veinte minutos de las cocheras para volver a trabajar al día siguiente.

Se sentó a ver la televisión: todo eran informativos. Detonantes para la siesta que se aproximaba.

Ya en el duermevela, escribió un WhatsApp a uno de sus compañeros: «Si estos cabrones dicen que tenemos que quedarnos en casa, que vayan a pincharnos las ruedas de los autobuses como medida preventiva».

martes, 17 de marzo de 2020

Coprotagonistas (III): En el supermercado


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

Pero los supermercados eran una de las excepciones. Bienes de primera necesidad. El desabastecimiento estaba descartado, pero el trabajo seguía su ritmo.

Extremaron las medidas de higiene, nos explicaron en una reunión de apenas diez minutos: guantes y mascarillas para todas. Geles desinfectantes para los clientes cuando entrasen. Nosotras tendríamos uno en la caja.

Y a la selva. Aunque ahora la fauna estaba reducida por el personal de seguridad. Un máximo de veinticinco personas dentro del establecimiento.

«Menudo alivio», se dijo Carmen mientras se enfundaba los guantes. «Al menos la gente podrá respetar la distancia de seguridad y no estarán todos apiñados».

Y empezó a recordar los días anteriores a que los controles se intensificaran.

Las gentes en masa con carros llenos, bufandas alrededor del cuello y una sensación de incertidumbre latente.

Insistimos en que respetasen la distancia de seguridad, pero a veces era imposible con la cantidad de gente que ocupaba los pasillos.

Recordó que lo comentó con Alicia, otra cajera joven que entró hace poco para pagarse la universidad.

«La gente no hace ni puto caso, va a lo suyo», le dijo ella.

En el ambiente se podía respirar cómo todo era escepticismo y miedo. Mucho miedo. A lo desconocido. Pero al menos que nos pille con la despensa llena.

Productos de limpieza, pan, huevos, patatas, arroz y pasta. Eso era lo que más se llevaba la gente.

Otra jornada expuesta, de pie y detrás de un enorme panel de plástico que pusieron los de mantenimiento a primera hora de la mañana. Y unas bandejas de poliespán para no tocar el dinero en efectivo.

La reclamación de las sillas era una batalla perdida.

Lo más horroroso era pensar que en cualquier momento te podrías contagiar, a pesar de las precauciones máximas que se estaban tomando.

Siempre había alguno que no se ponía la mano al toser. Alguno que no hacía caso a las recomendaciones.

Carmen pasó el primer turno en la caja número dos. Las colas no se amontonaron, la exigencia de las medidas trajo fluidez. Después, cambio de turno para comer y reponer estantes, no tardaron demasiado en lo primero.

Pudieron descansar al menos cuarenta minutos.

Lo poco que era y lo mucho que se necesitaba.

Vuelta a los guantes y a la mascarilla. A lidiar con la tarde.

En un breve parón de cobros que hubo a media tarde, le dijo a Alicia:

—Nena, por lo menos ahora nos tratan con algo más de humanidad. No te meten prisa.

—Hasta que te quites la mascarilla —contestó—. Estamos viendo que algo no encaja en el mundo. Aunque las trabajadoras lo estemos haciendo girar.

Y qué razón tenía.

Esto, como decía mi abuela, «son lentejas». Así es el trabajo. Pero el trabajo no lo puedes dejar si quieres comer lentejas.

Otro día terminó. Tiró los guantes y la mascarilla. Se lavó las manos con el gel desinfectante.

Mañana habría que volver a reponer, habría que volver a cobrar.

Recogiendo sus cosas, vio que las subsistencias de papel higiénico eran las más bajas.

—Lo bien que tendrán que ir al baño—le dijo al encargado.

Román le puso una sonrisa indiferente.

Cogió un paquete de cápsulas de café para su casa, que se le había terminado.

Se montó en el autobús de vuelta. Agotada.

El cuello le tiraba, notaba cierta tensión muscular por los tríceps. Aunque al menos esos los sentía, no como los cuádriceps.

Ducha y a la cama. Aunque el sueño no vendría hasta pasados unos minutos.

Al tumbarse, vio a su marido profundamente dormido. Se tiraba ocho horas en la obra. Sudando a plena luz del día, pero con mascarilla.

A él le costaba menos conciliar el sueño. Le acarició el pelo.

Se giró y cerró los ojos.

lunes, 16 de marzo de 2020

Coproganistas (II): Dentro y fuera del hospital


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

Pero los hospitales siguen funcionando. Evidentemente.

La sombra de hospital es alargada. Tanto, que se abre paso hasta  nuestros hogares, hasta nuestra cotidianeidad más absoluta. Desde la colilla del cigarro hasta la cucharilla del café.

Sonó el despertador.

«Hoy toca guardia», se dijo Paula.

Miró el móvil y vio un mensaje en el grupo de WhatsApp:

«Cómo sabéis, estamos escasos de material. Hoy tendrían que reponernos mascarillas, guantes y gasas como mínimo. De todos modos, si tenéis algo por casa que os sobre, por favor, traedlo».

Era un mensaje de Macarena, la supervisora.

Paula se levantó y se vistió lo más rápido que pudo.

«Otro día a lidiar con la precariedad. Otro día a andar de puntillas a la vuelta del trabajo para intentar no despertar a todos en casa, y menos al abuelo. Espero que pase pronto y pueda darle un beso», se dijo mientras se apretaba el cinturón.

Llegó al hospital tras veinte minutos andando y masticando un plátano. Las colas en la sala de espera ya eran considerables.

Paula buscó a Macarena y sacó dos mascarillas del bolso.

—Me las quedé del hospital en el que hice las prácticas.

Macarena sonrió y dio las indicaciones diarias a Paula.

Todo era de un bullicio frenético. Excesivo. Alarmante. Esquizofrénico.

Camas habilitadas en salas de espera. La acera de enfrente del hospital se convirtió en una de estas.
Aquí y allí, sin parar. Otra paciente. Otra paciente. La ambulancia saliendo y entrando.

Las horas caen y los recursos siguen siendo mínimos. Haciendo malabares entre todas para sacar el trabajo adelante. «Trabajo», por llamarlo como quieren, pero es salvar vidas. O hacer que los últimos momentos de la de algunos sean los mejores posibles.

Presión dentro del hospital y fuera de él. Televisión y radio con boletines especiales. Twitter y WhatsApp sin parar.

En bucle. Cíclico. Infinito.

Pero esto no para al salir del hospital. La cabeza te sigue funcionando a mil por hora. Sientes impotencia por la situación y por lo que queda por venir. No por el trabajo y las relaciones entre nosotros, eso es lo mejor que hay: cómo nos apoyamos y cómo nos organizamos. Es la impotencia de que no nos dejen hacerlo mejor. Sabemos, pero no podemos. La falta de recursos durante años, ahora, en un momento de máxima emergencia sanitaria, hace mella.

El alivio de meterte en las redes sociales y ver todo el apoyo recibido es aire fresco. Pero el aire se termina yendo. Hoy somos heroínas. Pero mañana seguimos en la misma situación.

Paula se encontró subiendo las escaleras de casa sin darse cuenta de lo rápido que había vuelto después de la guardia. Ni miró la hora. Habían pasado catorce horas desde que salió.

Tuvo que rebuscar las llaves. Se quedó frente a la puerta. Notó que no había ruido dentro, que todos estaban dormidos.

La presión del hospital sigue dentro del piso al no tener la certeza de que no esté llevando el virus a casa. Al abuelo, que ya tiene ochenta y cinco años. A mamá, que está prejubilada. A papá, que está de baja.

Todo es un bucle. Cíclico. Infinito.

Paula no consiguió conciliar el sueño hasta pasadas dos horas. Programó la alarma del móvil para dentro de seis.

Se le olvidó comprobar si tenía café para desayunar mañana.

domingo, 15 de marzo de 2020

Coprotagonistas (I): En la fábrica


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

«Solo podrán salir para ir al trabajo».

«Pero qué te crees que hago yo, macho», se dijo Joaquín mientras masticaba unos noodles tirado en el sofá. Era la hora de cenar.

Su vida no ha cambiado demasiado a pesar de todo. Únicamente tendría que tomar más precauciones en el trabajo. La empresa se puso bastante severa. Guantes y mascarilla para todos. Controles de temperatura al entrar y al salir. Pero tenéis que seguir viniendo. A cargar cajas y a sudar. A seguir tensando los músculos.

Pero la rutina de los trabajadores seguirá siendo la misma: de casa al trabajo y del trabajo a casa.

Encima, como han disminuido los transportes, tengo que andar quince minutos más hasta llegar a la fábrica. Mayor exposición en la calle y mayor carga de trabajo dentro de la fábrica.

Los turnos, cargando palés y colocando todos los alimentos que llegaban, eran infernales. Se aproximaban días duros.

Alfredo, uno de los mozos de almacén, dijo nada más llegar: «Ánimo chavales, estamos haciendo un servicio público». Pero los beneficios no irán todos a las arcas del Estado.

Y era verdad. Por su fuerza de trabajo, el resto de españoles tenían cada día los estantes de los supermercados llenos.

Pasaron dos horas, estaban en el descanso. Alfredo puso la radio:

«Vemos muchas fotos en redes sociales de los pasillos de los supermercados prácticamente vacíos. Alimentos perecederos y productos de limpieza principalmente».

―¿Ves, Juaqui? Estamos aquí salvando al país para que don Pelayo se limpie el culo.

―Como siempre, Alfredito, eso no cambia. Pero la compra no se la hace su mujer ni él mismo, se la hace una colombiana que tienen interna en casa. Con pandemia o sin ella.

Sonrieron y apuraron el bocadillo.

Siguieron trabajando. Sin parar.

En la vuelta a casa, el control policial aumentó. Había policías locales controlando el tráfico y preguntando a la gente que a dónde iban. Se esforzaban en que todos mantuvieran la distancia de seguridad.

Joaquín siguió andando hasta llegar a casa con extrema prudencia.

Volvió a cenar noodles. Le empezó a doler el estómago.

Mañana tendría que volver al trabajo.

Los informativos decían que el número de contagiados había aumentado.

Vio que no tenía café. Mañana tendría que ir al trabajo sin desayunar.

Entre la gloria y tú