«Éramos
humanos y ahora vete tú a saber (…)
(…)
nos están autoengañando aquellos de allí (…)»
Gatillazo, Cómo convertirse en nada
El aceite hirviendo dentro
de un recipiente de metal gris. Encima, un palo largo de madera desgastada
removiendo una masa gris enrollada que cada vez coge un color más tostado.
El palo del churrero. Es
domingo por la mañana. Ningún médico recetaría desayunar churros si tuvieses el
colesterol alto.
Los domingos, hasta la
hora del aperitivo, el mundo ralentiza su ritmo: los más optimistas cogen sus
bicicletas y salen a pedalear o hacen deporte a primera hora, otros remolonean
en la cama hasta que el último rayo de sol se cuela por la ventana. Otros
madrugan para disfrutar de la soledad y terminar el libro que llevan
postergando semanas. Las panaderías y estancos notan el pico de trabajo hasta
el mediodía ya que la venta de pasteles para el postre o la compra del
suplemento dominical del periódico copa los números de sus cajas registradoras.
El sabor de la nata del pastelero se mezcla con un poco de cultura pop
mainstream o una columna de opinión de alguna escritora emergente. Los
nostálgicos podrán música en su tocadiscos y otros le darán al play en Apple
Music. Todos se sentirán un poco especiales.
Mientras la grasa del palo
del churrero sigue pegada a la madera.
Cuando el ritmo de los
acontecimientos disminuye, se abre una ventana de oportunidad para que
diferentes elementos conjuguen: la primera hora de la mañana del domingo
también puede servir para
volver a casa tras una buena noche de fiesta. Las miradas de quienes madrugan
con los que trasnochan puede ser una minúscula batalla fratricida en pleno
transporte público durante escasos segundos cuando el sol está saludando al
mundo. Otros cumplen estrictamente el horario de salida de sus mascotas con el
relente de la mañana para luego volver a la cama.
El
ritmo vital desciende y la vida sigue conjugándose. El churrero vuelve a poner
aceite a hervir para volver a introducir el palo grasiento en el recipiente. Su
repartidor ya habrá dejado los pedidos en los bares de la zona y habrá pasado
la factura. Vuelta a empezar.
Dentro
del mar de posibilidades que nos ofrece un domingo por la mañana, llamado a ser
una barra libre de nuestra toma de decisión en tanto en cuanto podamos,
persisten pequeñas olas que nos arrastran hasta la orilla de la rutina más
angosta y repetitiva: las grandes cadenas comerciales abren sus puertas como un
día más; sabiendo que para gran parte del mundo es su día de descanso, la ventana
del consumo sigue abierta.
Quieren
que lleguemos a nuestro punto vital en que la única salida de las
preocupaciones sea pisar el suelo frío de un centro comercial repleto de
maniquíes y carteles de hamburguesas con queso a un euro. La vitalidad y las
ganas de seguir adelante ligadas a un cartel publicitario o al sabor de la
carne procesada. Siempre tienes la oferta del día en tu app en cualquier
restaurante de comida rápida. Debemos desconectar de nuestro mundo conectándonos
al suyo.
La
franja dominical matinal se estira hasta que el camarero del bar de abajo tira
la primera cerveza, en el momento que la espuma rebosa en el vaso, la
locomotora introduce una marcha más y el viaje hacia el primer día de la semana
laboral y burguesa se encamina para que en pocas horas nos sumerjamos en la
absurdez del domingo por la tarde—que cantaba La Fuga—para volver a conectar la
alarma.
Desde
el remanso de paz para algunos, hasta una jornada laboral dominguera para
otros, todo vuelve a desembocar en lo mismo: la vida es cíclica y en
innumerables ocasiones está pisando el pedal de no retorno.
¿Qué
no falla ningún domingo por la mañana? La grasa del palo del churrero.