martes, 7 de julio de 2020

Entre la gloria y tú

Al igual que todo lo que recala en nuestras vidas pasados los veinte años de edad, mis ganas de escribir aparecieron en un momento personal en el cual tenía que llenar un vacío. Y los vacíos se llenan con deseos. Deseo de llevar una vida más plena: acabar la carrera, sacarme el carnet de conducir o ir cada mañana a las nueve y cuarto al gimnasio para levantar mancuernas. A la vez, el deseo de afianzar las relaciones personales: ayudar a los que te han ayudado, apuntarte a una ONG que lucha contra el hambre en África, ser más comunicativo con los vecinos o llamar a tu madre una vez a la semana.

Esto último era sumamente importante, ya que mamá estrenó viudedad justo ocho días antes de que yo me quisiera dedicar a escribir. A papá se lo llevó un infarto. El infarto de mi padre fue el detonante para que tuviese un vacío que llenar. Tenía veintiún años y ocho meses e iba todas las mañanas a la universidad, exceptuando las que me quedaba dormido o me iba al centro de Madrid a visitar librerías antiguas. Yo soy de Zamora y me vine a la capital para emprender mis estudios en Sociología.
Recuerdo que el hábito de llamar a mamá lo llevé a cabo durante los dos meses posteriores al fallecimiento de papá.

—¿Cómo estás, mamá?

—Bien, ordenando papeles. ¿Tú estás en la universidad?

—De camino —justo ese día iba a ir a clase.

El metro se detuvo en el mismo instante en el que el silencio atrapó los teléfonos.

—¿Qué tal estos días, Jaime, tienes mucho trabajo?

—Tengo algunas prácticas, pero nada importante. ¿Tú ya has solucionado lo de la pensión?

—Estoy en ello, tu tía Macarena me está ayudando.

La poca cobertura del subterráneo cortó la llamada y luego no pude volver a hacerlo, ya que no daba señal. Desde ese momento, pasaron casi diez días más hasta que volví a hablar con ella.

Una vez asenté mi deseo, tenía que definir el plan de acción para llevarlo a cabo: fue vehemente y emocionante. Puesto que me prometí a mí mismo que me iba a dedicar a escribir, pasé los diez días que no hablé con mi madre encerrado en mi minúsculo estudio que pagaba con la beca que me concedió el Ministerio de Educación, irrisoria a todas luces, escribiendo borradores y tomando notas de ideas que me venían a la cabeza y no quería que se escapasen. Siempre leía por Twitter que la soledad para el escritor es su hábitat favorito. Debía de estar cómodo dentro de mi introspección.

También tenía que beber café y fumar cigarrillos. A lo de la nicotina no tuve que acostumbrarme; a lo de café, sí. Tal fue la obligación que tuve encima por los cánones del escritor, que probé hasta diez distintos: desde solo con y sin azúcar, así como con seis leches diferentes, hasta irlandés y descafeinado. Como ninguno me gustó del todo, tuve una pequeña crisis de mis deseos y llegué a pensar que cómo iba a ser un escritor puro si no bebía café. En resumidas cuentas: tenía que convertirme en una persona intensa o, al menos, aparentar serlo. Tomé la determinación de pasarme al té, al menos eso también lo podía verter en una taza y subir una foto a Instagram de vez en cuando. Tazas lisas o de superhéroes: tenía que tener unos mínimos.

Un día mientras terminaba una de las prácticas de Economía Política II —era mi segunda matrícula de aquella asignatura en mi cuarto año de universidad— que versaba sobre la deuda pública y cómo afectaba esta a los Estados nación, comencé a pensar en cómo tendrían que ser los personajes de mis historias de escritor. Tendría que crear símbolos, condensar personalidades y perfilar los detalles necesarios para dotarlos de realismo. Mis textos tendrían que ser fotografías escritas. Decidí que sobre lo primero que iba a escribir era la situación de los estudiantes en la universidad pública, en voz de una estudiante cualquiera. Llevaba cuatro años dentro de sus edificios y había coincidido con muchísima gente por los pasillos y por las clases, así como en fiestas nocturnas. Podríamos decir que desde mis experiencias personales pretendía sacar material necesario para agilizar mi pluma. Cuando terminaba los relatos, los publicaba en fotos por mi Facebook y mi Twitter. Era muy consciente de la importancia de las redes sociales. Escribía, corregía faltas de ortografía y signos de puntuación y publicaba.

Así pasé un mes y medio, durante el cual hablé con mamá un par de veces, exactamente una vez cada veintidós días. Durante este tiempo fui publicando relatos semanales en mis redes sociales. Conseguía algunos likes y eso me reconfortaba. Me daban ganas de seguir escribiendo. Iba a la biblioteca de la Facultad de Filología a sacar libros de gramática y morfología para ir puliendo mi técnica de escritor.


Por aquel entonces, combinaba la carrera y mi nuevo oficio de escritor —de momento tenía likes en Facebook, luego esperaba que se convirtiesen en billetes— con ser camarero por la noche en un pequeño bar de copas de un barrio gentrificado de Madrid. Allí podía palpar la existencia de dos mundos: un mundo clásico que no terminaba de irse, el que pedía ron con Coca-Cola en vaso de tubo; y un mundo moderno que luchaba por asentarse y que pedía los gin-tonics con extra de frutas y hierbas aromáticas entre otros cócteles absurdos. Yo los calificaba como los «gilipollitas». Desde mi nueva aureola moral —y por ende dominante— de escritor intensito bebedor de té y cigarrillos de liar me sentía realmente bien. Servía y cobraba. Al finalizar la noche, el jefe, Ramón, me daba mi parte correspondiente en metálico y me iba a casa. Aquella rutina la llevaba de jueves a sábado.

Fueron pasando los días y las llamadas telefónicas a casa seguían disminuyendo, principalmente porque mi tía Macarena le dio a mamá su móvil antiguo. Resultado: mamá tenía WhatsApp. Consecuencia: me escribía a diario. La ventanita del mensaje de «Mamá Asun» era un asedio constante. Una vez controlé aquello con mensajes automáticos y tranquilizadores para mi progenitora, me empecé a decir a mí mismo que ya estaba preparado para mandar mis relatos a alguna editorial o revista pequeña para empezar a ganar algo de dinero y completar el sueldo de camarero.

Pregunté por mis amistades de la facultad y algunos profesores cercanos y me dieron varios nombres. Matías, el profesor de Política Social, Familia y Migraciones, me advirtió: «Ten cuidado con lo que envías, nunca mandes manuscritos directamente, infórmate de si ellos publican a escritores noveles y luego manda si te lo piden. Nunca mandes tu obra directamente». Agradecí aquellas palabras. Todas las facilidades externas ante mis deseos serían bienvenidas.

Aquella tarde me la pasé seleccionando a dónde escribir: decidí hacerlo a dos editoriales pequeñas y a dos revistas en línea que, normalmente y según su portal web, aceptaban sugerencias si tenías el talento creativo necesario para publicar con ellos. Luego ponían un emoticono sonriente, como si te estuviesen vendiendo un yogur con bífidus en el supermercado. Mandé cuatro correos ofreciéndome a escribir y a enviar mis obras. Quedaba a su disposición para cualquier tipo de prueba. Lo peor de quedar a disposición de alguien que no conoces es que los plantones y las decepciones suelen ser más llevaderos. Solo me contestó una de las revistas y me dijo que estaban seleccionando relatos para un número bimensual sobre el amor. Me metí en su página web y vi que era un compendio de frases de sobre de azúcar y tazas de vendedor ambulante y desestimé la oferta. Me gustó llamarlo oferta por aquel entonces.

Revisé mis publicaciones en mis redes sociales e intenté moverlo entre mis amistades para que mis textos tuviesen algo más de exposición. Esto lo hice un día a las cinco de la tarde y, entre mensajes y correcciones, me dieron las ocho. Consecuencia: trabajé gratis tres horas para recibir cinco likes y pocas contestaciones. Aquel día era jueves y tenía que ir a servir copas al garito de los dos mundos.

Esa noche conocí a Sara. Me sorprendió a primera vista. Pidió cuatro copas de cerveza para sus amigas. Tenía unos ojos verdes pequeños y cálidos, con una mirada inocente acompañada de unas pestañas rizadas que me cautivó. Tanto fue que tuve que volver a tirar la cuarta copa de cerveza porque la había llenado de espuma. Se las dejé en la barra y le sonreí. Pasó una hora y cuarto y dos de sus amigas se fueron. Entonces se acercó a la barra con la amiga restante y pidieron otras dos. Las invité a unos chupitos de tequila y entablamos conversación. Menos mal que eran simpáticas y no me mandaron a la vuelta de la esquina. La otra amiga se llamaba Ester.

Otra de las cosas que nos pasan pasados los veinte años de edad es que el azar que te hace replantarte tus deseos en una noche de trabajo precario aparece cuando menos te lo esperas. Sara resultó ser editora en un proyecto autónomo de fanzines. Hablaban sobre cine serie B y libros prácticamente descatalogados. Le dije que yo estaba empezando a escribir, que estaba publicando mis relatos por mis redes sociales. Su amiga, mientras tanto, asentía a todo y bebía cerveza.

Buscó mis perfiles por las redes sociales y ojeó rápidamente.

—Tienes cuidado por los detalles, Jaime. Eso me gusta.

—Hay que dotar de realismo a la historia —me sentí como si estuviese siendo entrevistado por una cadena de radio emergente y que todavía ponía programas de cultura en su parrilla.

—Pero la profesión está muy mal. Al final estamos un poco encerrados en hacer lo que haces tú: publicar en tus perfiles e ir tocando puertas. Pero pocas puertas se abren, hay poco dinero y se asumen pocos riesgos. A saber el talento que hay escondido en sus casas. El anonimato, a veces, no es sinónimo de gloria.

Ester dijo que se iba. Era enfermera y mañana tenía guardia.

—Pero tú tienes tu proyecto propio, eso irá saliendo con el tiempo.

—Sí, ¿pero a qué precio? —me dijo mientras apuraba el último sorbo de cerveza—. Al final es algo comunal, que llevo por amistades que sé que escriben bien e intentamos que las pocas ganancias estén bien repartidas. ¿Pero te crees qué nos da para vivir? Al final yo invierto muchas horas en escribir, corregir, publicitar, para pagar apenas dos facturas. Es muy difícil, tienes que tener otras cosas. Algo fijo.

—Sí, como publicar en revistas u medios en línea.

—Eso quien tiene suerte. Es la fina línea entre afición y trabajo. Tú puedes dedicarle muchas horas a publicitarte por las redes, incluso sacar buenos textos como los que tienes, eso ya implica horas de trabajo que no cobras. ¿Por qué lo haces? ¿Por realización propia? ¿Por deseo? Tú puedes estar muy realizado con tus textos, pero estás atado a tener que venir a este bar cada fin de semana para pagar el alquiler.

Callamos por un momento. Sin mediar palabra, le puse otra cerveza delante y yo me puse la botella de tequila al lado.

—Yo decidí que quería escribir cuando mi padre murió. Fue una forma de realización personal, una aspiración que siempre estaba ahí, pero nunca llegué a articular. Fue como un trampolín.

—Todo eso está muy bien, pero tiene cierta trampa. Tú puedes querer mucho hacer algo, pero las condiciones o circunstancias no se dan. Estamos condenados a vivir con la materialidad que nos rodea, Jaime. Siento lo de tu padre.

Empecé a admirar cómo aquella chica rubia de melena corta y tantas cervezas en su cuerpo hablaba con una determinación tan grande. Luego me acordé de que era editora, imaginé automáticamente que bebería café a la vez que advertí que era una persona intensa, y entonces todo encajó.

Cuando fue a pagar, solo le cobré las cuatro primeras; a las dos siguientes junto con la charla invitaba la casa. Me dio las gracias y su número de teléfono —su follow en Twitter ya lo tenía.

—Sigue escribiendo y hablamos algún día. Quizá te pueda hacer un hueco en el ‘fanzi’. Ha sido un placer, Jaime.

Reaccioné tarde y ella ya estaba en la puerta.

Como todas las cosas que pasan en la vida en cualquier momento, unas pocas palabras pueden resultar ser un terremoto emocional para uno mismo. No pude evitar andar hacia casa pensando en quién tendría la culpa de que no podamos hacer realidad nuestros deseos. ¿Los que se llevan el dinero? ¿Los que se venden por un contrato? Quizá todos tendrían su parte de culpa. Incluso hasta la misma idea de deseo la tuviese. Nos creemos aspirantes a todo. La expectativa pervierte y más cuando ves accesible el trofeo. El premio, la gloria, el reconocimiento. Es un extraño viaje.

El horizonte más próximo que tenía en mi vida ahora mismo era el de llegar a casa sin mojarme demasiado debido a la lluvia que acababa de abrirse. Pensé en escribir a Sara por si había llegado a casa, pero deseché la idea. Al hacerlo, me metí en la última conversación de mamá y vi que su última conexión fue a las diez y once minutos. No me preocupé y me dije que mañana la llamaría.

Yo tenía veintiún años y ocho meses y ya había sufrido en mis carnes la crueldad de los deseos y de las realidades paralelas. ¿Qué es lo que pasa cuando sufres esa crueldad? El regreso al vacío. El mismo vacío que sentí cuando papá murió.

Con la cazadora mojada, empecé a añorarlo.

domingo, 5 de abril de 2020

La Casa de Papel: de chicles y derivas


En mitad de todo el confinamiento y la extensión del estado de alarma por parte del ejecutivo español, a más de medio mundo le ha tocado durante todo el primer fin de semana de abril del año dos mil veinte cambiarse las mascarillas protectoras por las caretas de Dalí.

La cuarta temporada de La Casa de Papel había llegado a Netflix y el público, ansioso y avaro de las nuevas aventuras de la banda, no iba a dejar pasar la oportunidad de maratón. El nesting obligado, que dirían algunos.  

El maratón a conciencia. Algo que busca la serie: que le des al siguiente capítulo, ya que hasta que no pasa el cuarto capítulo de la temporada, no empieza a tener sustancia y acción.

Quizá el tener que esperar hasta que pase algo es un elemento de la serie en sus últimas dos temporadas, debido a cierta deriva que se empezó a tomar desde la tercera temporada. Pasaron a un segundo plano las críticas al sistema bancario, los discursos críticos contra una clase política y económica especuladora para dejar paso a que el ámbito de las relaciones personales y sentimentales cobren un mayor protagonismo durante la serie.

Una ventana que no se terminó de abrir y que uno siempre esperaba.

A cierto público con una tradición sociocultural determinada, entendida esta por conceptos más globales y críticos desde una óptica progresista, puede ser que les dejase fríos. Podéis meterme en ese cajón de sastre.

No obstante, es de recibo apuntar que en esta cuarta temporada hay alguna píldora de este estilo: el discurso de Nairobi al bajar a la fundición de oro, apelando al miedo y con una retórica obrerista marcada. «Vosotros sois obreros, sois soldadores, los tíos más duros que yo he conocido en mi puta vida. Mis chicos de oro.», rezaba el personaje interpretado por Alba Flores. También el odio que mueve al Profesor para pasar a una ofensiva minero-militar que retornará a Lisboa a la senda de la banda y la introducirá dentro del Banco de España. No sin antes agitar el árbol de la opinión pública y del periodismo (algo que también podría haber sido más explotado en la serie).

La sensación de estirar el chicle en estas dos últimas temporadas me ha rondado la cabeza permanentemente. Con lo bonito que hubiese sido salir de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre con todo el botín, dos temporadas muy notables y quedar en el recuerdo como uno de los productos audiovisuales nacionales mejor hechos de la década.

Pozos narrativos que no se terminaron de explorar, celos dentro de la banda y la incertidumbre de quién morirá. Incluso una tensión irresuelta constante de las masculinidades, intrínseca en los personajes de Denver y Río. Por no hablar de que de repente nos cuelan un personaje transexual (interpretada por una actriz cis).

Luces y sombras dentro una Casa de Papel que se va estirando como un chicle mascado durante horas.

Podría ser como ese estribillo interpretado por Najwa Nimri aka Alicia Sierra junto con el rapero zaragozano Kase.O en el último disco de este:

«No sabes bien lo bien que sabes
Tú haces fantasías, realidad
Vamos a unir nuestras dos mitades
Mitad y mitad, mitad y mitad»

Habrá quinta temporada, esperemos que no nos vuelva a pillar confinados.

viernes, 20 de marzo de 2020

Coprotagonistas (VI): En la calle


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

Todavía falta que se redujesen aún más.

Roberto estaba frente al ordenador, en la bandeja de entrada de su correo electrónico. Clicó.

Un mail de la empresa. ERTE.

Y que sentían las molestias que nos pudiesen ocasionar. Que todo volvería a la normalidad. Eran las 10:35 de la mañana y se había quedado sin trabajo.

Roberto se quedó mirando al monitor con la mirada perdida.

Entró Berta, su pareja, con Aitana en brazos. Le tocaba biberón.

Se lo contó y se abrazó a ellas.

Al menos iban a liquidar el mes anterior. Con eso podrían tirar este mes, tanto de alquiler como de gastos, pero al mes siguiente sería imposible.

El Gobierno anunció hacerse cargo de las prestaciones por desempleo. Pero el jefe indemne. 

«La madre que los parió», dijo Roberto a la nada. «Que no tienen músculo económico, dicen, pues con lo que se ahorran en horas extras ya podrían tenerlo», suspiró.

A saber qué pasaba cuando la pandemia pasase.

Lo peor siempre es la incertidumbre. Eterna y punzante.

Tener que lidiar con el vacío vital tras leer aquel mail encerrado en casa era criminal.

Llevaba tres años trabajando en la planta de automóviles.

Mientras, las televisiones dando en bucle las cifras de contagiados y nuevos fallecidos.

Intentó relajarse. Se echó la siesta con Aitana. Apenas comió.

Berta salió de baño:

Sé que hoy nada te puede calmar, pero ahora no puedes hacer nada. Solo queda esperar y gestionar los papeles necesarios. Puedes leer todos los libros que tenías pendientes.

Pero necesitamos el dinero, Berta.

―Lo sé. Pero para este mes tenemos. A la niña no le va a faltar de nada y a nosotros tampoco. Hicimos la compra grande del mes hace un par de días. Estamos provistos. El mes que viene me tienen que entrar las facturas de los últimos dos encargos, también tendremos algo más. Además, te corresponde la prestación, ya sabes.

―Eso espero.

Se dieron un beso ligero.

Los días serían igual de monótonos a partir de ahora. A saber hasta cuándo.

Incertidumbre: eterna y punzante. ¿Y si el despido no fuese temporal?

Le reconfortaba ver a Aitana sonreír. Ya tenía un año.

Llamó a Tomás al cabo de un rato:

―¿Te ha llegado también?

―Claro, Rober. Estamos jodidos.

―¿Qué dicen los del sindicato?

―Intentaron que se retrasara lo máximo posible. Presionaron en los despachos la semana de antes, pero nada. Por lo menos este último mes lo tendremos.

Un alivio efímero. Pero les permitiría comer.

Cuando vives al día, cualquier prórroga económica es un desahogo. Pero cuando ves que se acerca el día en el cual te puedes quedar sin dinero en la cuenta, la asfixia es bastante más cruel que el desahogo previo. Algunos estábamos llamados a vivir siempre en la prórroga. Pidiendo la hora, diciendo al árbitro que añada más minutos. Minutos que pueden convertirse en un bote salvavidas.

Aitana dormía. Eran las seis de la tarde. El primer día sin trabajo había transcurrido con una extraña agilidad.

Apareció Berta con un café con leche en la taza morada que le trajo de Bilbao cuando fue a aquel certamen de ilustradoras. Venía con su cuaderno de bocetos.

Le dio la taza y comenzó a dibujar. La cuna de Aitana estaba al lado del sofá donde estaban sentados.

El grafito hacía un ruido infantil al frotarse con el papel. Berta le dijo:

―A este dibujo lo llamaré Esperanza. Es lo que siempre tenemos que tener.

Roberto sonrió y dio el último sorbo al café.

jueves, 19 de marzo de 2020

Coprotagonista (V): En otra casa


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

«Yo los tengo restringidos siempre», se dijo Ángela mientras preparaba el desayuno.

Ya llevaba una hora despierta.

Los señores estarían al bajar.

«Con esto que llaman teletrabajo pueden aguantar un poco más en la cama. Pero yo tengo que bajar a exprimir las naranjas como todos los días. Ni un minuto más tarde».

Le gustaba tener la radio puesta a primera hora de la mañana, le ayudaba a imaginarse el mundo que había tras las paredes de la cocina.

«El Gobierno llama a que todo el mundo se quede en casa», rezaba una voz femenina tras las ondas.

«Desde que llegué a España, casi siempre estoy en casa», murmuró Ángela mientras levantaba el brazo derecho para coger el azúcar moreno del armario.

El señor tomaba el cortado con azúcar moreno.

Ángela siempre estaba en casa, pero nunca en la suya. Desde que encontró el trabajo de interna vivía en un chalet a las afueras de la ciudad. 

Una vez entró en el chalet, se volvió invisible.

Francisco, el hombre de la casa, le dijo que le pagaría en metálico a final de mes. Sin papeles ni nada.

—Los papeles dicen cosas, chica, mejor lo dejamos así —le dijo el primer día.

Y allí seguía. Cocinando, limpiando y recogiendo habitaciones. Sin parar durante horas y con poco descanso.

De vez en cuando, María del Mar, la mujer de Francisco, le decía que limpiase a fondo las ventanas, sillas y mesas. Tanto las del interior de la casa como las del jardín. Ahora con todo esto de la pandemia al menos se ahorraría una parte de todo ese trabajo, ya que solo se lo pedían cuando venían las amigas de la señora.

Le daba pánico salir a la calle. Era la única de la casa que salía a hacer la compra o ir a la farmacia. Insistió mucho a los señores para comprar guantes y mascarillas, así como gel y rollos de papel de un solo uso.

—Señor Francisco, lo escuché en las noticias por la radio esta mañana, debemos prevenir. Yo estoy en contacto con toda la casa, por favor.

Terminó accediendo.

Durante los días de confinamiento estaba teniendo un extra de trabajo por las mañanas: Alicia e Iván, los mellizos de diez años. Aunque estaban pegados al ordenador escuchando clases de sus profesores, no dejaban de estar por medio a determinadas horas de la mañana.

«Ahora me toca hacerles el bocadillo a las once y cuarto todos los días, como si fuese el recreo», se quejaba Ángela.

Masticaban el pan de molde sin levantar la vista de sus iPad.

La jornada seguía: María del Mar en su ordenador hablando con clientes a distancia y Francisco pegado al teléfono. Ángela estaba en la habitación de la plancha doblando cuellos de camisa y recogiendo calcetines.

Los mellizos estaban jugando a la videoconsola.

Todavía faltaba preparar la cena. No eran ni las seis y media de la tarde.

No importaba el confinamiento. Su trabajo no cambió. Para colmo, aumentó. Menos espacio vital y más presión laboral por las medidas de higiene.

En momentos, añoraba su Quito natal. Allí también estaban sufriendo el virus. Pensaba mucho en su primo Sebastián, que tenía dolencias del corazón. Tendría que esperar al fin de semana para hacer un Skype.

Colocó la ropa en los armarios y empezó a preparar la cena. Con guantes limpios.

Los horarios habían cambiado al pasar tantas horas. Se cenaba antes.

Coció arroz integral y enharinó unos lenguados. La semana anterior la señora le pidió que, por favor, ahora las cenas fuesen más ligeras ya que se movían menos.

Cayó la noche. Los mellizos estaban en su habitación y los señores conversaban en el jardín con la última taza de café del día.

Ángela por fin se recogió a la suya. Tenía un baño pequeño. Tomó una ducha caliente.

Mañana la rutina no sería muy diferente.

El virus había traído menos horas de descanso. Se acordó de su primo Sebastián. Se metió en la cama.

Escuchó crac desde la habitación de Alicia. Solo rezó para que mañana no tuviese que reparar nada que no supiese.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Coprotagonistas (IV): En el autobús


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

Pero esto no afectaba a la circulación de autobuses. No se movió ni un servicio. Ni un turno rotatorio.

En horas punta seguían teniendo el mismo escenario: trabajadores apelotonados.

Desde el primer servicio, el más tempranero, ya tenías miedo de que te pudiesen contagiar.

«Benditos abonos transporte», reflexionó Fabián mientras se anudaba la corbata del uniforme frente al espejo y cogía su bandolera.

Su contacto con los clientes era mínimo, pero el trasiego de subidas y bajadas, paradas en carretera y los breves descansos antes de volver a arrancar eran una auténtica paranoia. Disponía de gel para lavarse las manos después de cada trayecto.

¿Alguien te habrá contagiado? Quizá aquel hombre que dejé en la fábrica de coches. Quién sabe.

Parte del día fuera de casa, a pesar de las mascarillas y los guantes, era un auténtico peligro.

«Dijeron las autoridades que se iban a restringir los movimientos, pero yo no hago más que moverme. Encima de manejar maquinaria pesada», se dijo Fabián a sí mismo.

La pesadez del trabajo. La losa de la responsabilidad.

«Claro, además tienes que seguir manteniendo la concentración máxima, porque estás llevando a personas. Aunque solo fuese una. Un día a día que dicen muy diferente al resto, pero para mí no es excesivamente diferente», pensó.

Todo el día pisando el acelerador y el freno.

Recordó cuando entró en la empresa, de la mano de su padre, que también fue conductor de autobús:

—Fabián, hijo, aquí puedes tener tu vida asegurada. Yo me he pasado muchas horas en la carretera, relaja y te hace pensar.

—Pues no estoy muy relajado, papá —se dijo mientras el semáforo se ponía en verde y él hundía su pie derecho en el pedal.

Era ya media mañana, había pasado lo peor. Todo el bullicio de la entrada a los trabajos había pasado. 
Y si no se empezaba a encontrar mal, sentía cierto alivio.

Pero todavía quedaba un trecho hasta la hora de comer.

Recorrer las calles y seguir mirando en los pasos de cebra.

Nunca olvidaba las medidas de higiene que les obligaron a llevar al final de cada trayecto. Los operarios de limpieza que esperaban en la calle tenían que pasar un paño con líquido desinfectante por barandillas y asientos.

Otros que no dejaban de trabajar. Tras la limpieza, el recorrido seguía. Una y otra vez.

Las mismas calles, la misma sensación de estar moviendo el virus por la ciudad.

Un círculo eterno por culpa del trabajo. La punzada en el estómago de que con el suyo estaba llevando a los pasajeros al suyo.

«Ni movimientos restringidos ni leches, aquí algunos seguimos chapando», se volvió a decir a sí mismo cuando detuvo el autobús en una marquesina azul.

Se bajó el último viajero.

Los últimos servicios fueron mucho más ligeros. Prácticamente vacíos.

Escuchó en la radio que el uso de transporte público había bajado debido al estado de alarma.

«Pues yo he seguido llevando a gente al polígono bien temprano», balbuceó mientras dejaba el autobús en las cocheras.

Era una contradicción permanente. Los que seguían pisando las calles a la hora del desayuno y los que podían teletrabajar.

Al llegar a casa, comió la sopa que le sobró del día anterior y se puso un café solo con hielo.

Estaba solo en su apartamento periférico. A veinte minutos de las cocheras para volver a trabajar al día siguiente.

Se sentó a ver la televisión: todo eran informativos. Detonantes para la siesta que se aproximaba.

Ya en el duermevela, escribió un WhatsApp a uno de sus compañeros: «Si estos cabrones dicen que tenemos que quedarnos en casa, que vayan a pincharnos las ruedas de los autobuses como medida preventiva».

martes, 17 de marzo de 2020

Coprotagonistas (III): En el supermercado


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

Pero los supermercados eran una de las excepciones. Bienes de primera necesidad. El desabastecimiento estaba descartado, pero el trabajo seguía su ritmo.

Extremaron las medidas de higiene, nos explicaron en una reunión de apenas diez minutos: guantes y mascarillas para todas. Geles desinfectantes para los clientes cuando entrasen. Nosotras tendríamos uno en la caja.

Y a la selva. Aunque ahora la fauna estaba reducida por el personal de seguridad. Un máximo de veinticinco personas dentro del establecimiento.

«Menudo alivio», se dijo Carmen mientras se enfundaba los guantes. «Al menos la gente podrá respetar la distancia de seguridad y no estarán todos apiñados».

Y empezó a recordar los días anteriores a que los controles se intensificaran.

Las gentes en masa con carros llenos, bufandas alrededor del cuello y una sensación de incertidumbre latente.

Insistimos en que respetasen la distancia de seguridad, pero a veces era imposible con la cantidad de gente que ocupaba los pasillos.

Recordó que lo comentó con Alicia, otra cajera joven que entró hace poco para pagarse la universidad.

«La gente no hace ni puto caso, va a lo suyo», le dijo ella.

En el ambiente se podía respirar cómo todo era escepticismo y miedo. Mucho miedo. A lo desconocido. Pero al menos que nos pille con la despensa llena.

Productos de limpieza, pan, huevos, patatas, arroz y pasta. Eso era lo que más se llevaba la gente.

Otra jornada expuesta, de pie y detrás de un enorme panel de plástico que pusieron los de mantenimiento a primera hora de la mañana. Y unas bandejas de poliespán para no tocar el dinero en efectivo.

La reclamación de las sillas era una batalla perdida.

Lo más horroroso era pensar que en cualquier momento te podrías contagiar, a pesar de las precauciones máximas que se estaban tomando.

Siempre había alguno que no se ponía la mano al toser. Alguno que no hacía caso a las recomendaciones.

Carmen pasó el primer turno en la caja número dos. Las colas no se amontonaron, la exigencia de las medidas trajo fluidez. Después, cambio de turno para comer y reponer estantes, no tardaron demasiado en lo primero.

Pudieron descansar al menos cuarenta minutos.

Lo poco que era y lo mucho que se necesitaba.

Vuelta a los guantes y a la mascarilla. A lidiar con la tarde.

En un breve parón de cobros que hubo a media tarde, le dijo a Alicia:

—Nena, por lo menos ahora nos tratan con algo más de humanidad. No te meten prisa.

—Hasta que te quites la mascarilla —contestó—. Estamos viendo que algo no encaja en el mundo. Aunque las trabajadoras lo estemos haciendo girar.

Y qué razón tenía.

Esto, como decía mi abuela, «son lentejas». Así es el trabajo. Pero el trabajo no lo puedes dejar si quieres comer lentejas.

Otro día terminó. Tiró los guantes y la mascarilla. Se lavó las manos con el gel desinfectante.

Mañana habría que volver a reponer, habría que volver a cobrar.

Recogiendo sus cosas, vio que las subsistencias de papel higiénico eran las más bajas.

—Lo bien que tendrán que ir al baño—le dijo al encargado.

Román le puso una sonrisa indiferente.

Cogió un paquete de cápsulas de café para su casa, que se le había terminado.

Se montó en el autobús de vuelta. Agotada.

El cuello le tiraba, notaba cierta tensión muscular por los tríceps. Aunque al menos esos los sentía, no como los cuádriceps.

Ducha y a la cama. Aunque el sueño no vendría hasta pasados unos minutos.

Al tumbarse, vio a su marido profundamente dormido. Se tiraba ocho horas en la obra. Sudando a plena luz del día, pero con mascarilla.

A él le costaba menos conciliar el sueño. Le acarició el pelo.

Se giró y cerró los ojos.

lunes, 16 de marzo de 2020

Coproganistas (II): Dentro y fuera del hospital


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

Pero los hospitales siguen funcionando. Evidentemente.

La sombra de hospital es alargada. Tanto, que se abre paso hasta  nuestros hogares, hasta nuestra cotidianeidad más absoluta. Desde la colilla del cigarro hasta la cucharilla del café.

Sonó el despertador.

«Hoy toca guardia», se dijo Paula.

Miró el móvil y vio un mensaje en el grupo de WhatsApp:

«Cómo sabéis, estamos escasos de material. Hoy tendrían que reponernos mascarillas, guantes y gasas como mínimo. De todos modos, si tenéis algo por casa que os sobre, por favor, traedlo».

Era un mensaje de Macarena, la supervisora.

Paula se levantó y se vistió lo más rápido que pudo.

«Otro día a lidiar con la precariedad. Otro día a andar de puntillas a la vuelta del trabajo para intentar no despertar a todos en casa, y menos al abuelo. Espero que pase pronto y pueda darle un beso», se dijo mientras se apretaba el cinturón.

Llegó al hospital tras veinte minutos andando y masticando un plátano. Las colas en la sala de espera ya eran considerables.

Paula buscó a Macarena y sacó dos mascarillas del bolso.

—Me las quedé del hospital en el que hice las prácticas.

Macarena sonrió y dio las indicaciones diarias a Paula.

Todo era de un bullicio frenético. Excesivo. Alarmante. Esquizofrénico.

Camas habilitadas en salas de espera. La acera de enfrente del hospital se convirtió en una de estas.
Aquí y allí, sin parar. Otra paciente. Otra paciente. La ambulancia saliendo y entrando.

Las horas caen y los recursos siguen siendo mínimos. Haciendo malabares entre todas para sacar el trabajo adelante. «Trabajo», por llamarlo como quieren, pero es salvar vidas. O hacer que los últimos momentos de la de algunos sean los mejores posibles.

Presión dentro del hospital y fuera de él. Televisión y radio con boletines especiales. Twitter y WhatsApp sin parar.

En bucle. Cíclico. Infinito.

Pero esto no para al salir del hospital. La cabeza te sigue funcionando a mil por hora. Sientes impotencia por la situación y por lo que queda por venir. No por el trabajo y las relaciones entre nosotros, eso es lo mejor que hay: cómo nos apoyamos y cómo nos organizamos. Es la impotencia de que no nos dejen hacerlo mejor. Sabemos, pero no podemos. La falta de recursos durante años, ahora, en un momento de máxima emergencia sanitaria, hace mella.

El alivio de meterte en las redes sociales y ver todo el apoyo recibido es aire fresco. Pero el aire se termina yendo. Hoy somos heroínas. Pero mañana seguimos en la misma situación.

Paula se encontró subiendo las escaleras de casa sin darse cuenta de lo rápido que había vuelto después de la guardia. Ni miró la hora. Habían pasado catorce horas desde que salió.

Tuvo que rebuscar las llaves. Se quedó frente a la puerta. Notó que no había ruido dentro, que todos estaban dormidos.

La presión del hospital sigue dentro del piso al no tener la certeza de que no esté llevando el virus a casa. Al abuelo, que ya tiene ochenta y cinco años. A mamá, que está prejubilada. A papá, que está de baja.

Todo es un bucle. Cíclico. Infinito.

Paula no consiguió conciliar el sueño hasta pasadas dos horas. Programó la alarma del móvil para dentro de seis.

Se le olvidó comprobar si tenía café para desayunar mañana.

domingo, 15 de marzo de 2020

Coprotagonistas (I): En la fábrica


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

«Solo podrán salir para ir al trabajo».

«Pero qué te crees que hago yo, macho», se dijo Joaquín mientras masticaba unos noodles tirado en el sofá. Era la hora de cenar.

Su vida no ha cambiado demasiado a pesar de todo. Únicamente tendría que tomar más precauciones en el trabajo. La empresa se puso bastante severa. Guantes y mascarilla para todos. Controles de temperatura al entrar y al salir. Pero tenéis que seguir viniendo. A cargar cajas y a sudar. A seguir tensando los músculos.

Pero la rutina de los trabajadores seguirá siendo la misma: de casa al trabajo y del trabajo a casa.

Encima, como han disminuido los transportes, tengo que andar quince minutos más hasta llegar a la fábrica. Mayor exposición en la calle y mayor carga de trabajo dentro de la fábrica.

Los turnos, cargando palés y colocando todos los alimentos que llegaban, eran infernales. Se aproximaban días duros.

Alfredo, uno de los mozos de almacén, dijo nada más llegar: «Ánimo chavales, estamos haciendo un servicio público». Pero los beneficios no irán todos a las arcas del Estado.

Y era verdad. Por su fuerza de trabajo, el resto de españoles tenían cada día los estantes de los supermercados llenos.

Pasaron dos horas, estaban en el descanso. Alfredo puso la radio:

«Vemos muchas fotos en redes sociales de los pasillos de los supermercados prácticamente vacíos. Alimentos perecederos y productos de limpieza principalmente».

―¿Ves, Juaqui? Estamos aquí salvando al país para que don Pelayo se limpie el culo.

―Como siempre, Alfredito, eso no cambia. Pero la compra no se la hace su mujer ni él mismo, se la hace una colombiana que tienen interna en casa. Con pandemia o sin ella.

Sonrieron y apuraron el bocadillo.

Siguieron trabajando. Sin parar.

En la vuelta a casa, el control policial aumentó. Había policías locales controlando el tráfico y preguntando a la gente que a dónde iban. Se esforzaban en que todos mantuvieran la distancia de seguridad.

Joaquín siguió andando hasta llegar a casa con extrema prudencia.

Volvió a cenar noodles. Le empezó a doler el estómago.

Mañana tendría que volver al trabajo.

Los informativos decían que el número de contagiados había aumentado.

Vio que no tenía café. Mañana tendría que ir al trabajo sin desayunar.

lunes, 13 de enero de 2020

Mochila amarilla


A pesar de que la lluvia era todavía fina y esporádica, las gotas iban calando poco a poco en su abrigo deportivo. La ropa ancha siempre era más cómoda para dar pedales. Además tenía una capucha ajustable con la que, cuando veía en la app del móvil que las temperaturas iban a bajar o que daban predicción de lluvia, podía taparse las orejas sin necesidad de comprarse ningún accesorio extra.

Pasaba la medianoche. Notó la vibración del móvil. Tenía una nueva alerta: un pedido en un Burger King a diez minutos de donde estaba tomando un resuello después de una entrega. Cuando se colocó la mochila, amarilla y con una profundidad enorme, rezó para sí mismo a cualquier Dios que conociese para que la lluvia no se intensificase en el trayecto. Tener que pedalear por el asfalto mojado siempre era más peligroso, sobre todo cuando llevabas un pedido dentro de la mochila.

Todo por una comisión de 1,50 euros. A veces menos. Y todo durante la medianoche y con este temporal.

Cuando Germán recogió el pedido —dos menús dobles con patatas grandes y unas alitas de pollo— comenzó a pensar en cómo acabó siendo uno de aquellos riders. Recordó que estaba buscando trabajo por internet y vio una oferta que prometía dinero fácil y unos horarios flexibles. La empresa se llamaba Glovo y prometía ser tu propio jefe, unos ingresos adecuados y una competitividad total en el trabajo. Podrías trabajar lo que quisieras cuando quisieras.

Los pensamientos de Germán se iban desvaneciendo mientras que en el semáforo en rojo se ajustaba la capucha para protegerse de la lluvia. Todavía le quedaban unos ocho minutos, según Google Maps, para llegar a su destino. El pedido todavía estaría caliente para entonces. De repente cayó en la cuenta de que todavía no había cenado. Quizá con suerte, después de ese pedido y con las horas que eran —pasadas las doce y media de la noche— podría tomar una pizza rápida o un kebab. Todo dependía de si luego no tenía otra entrega y del punto de entrega de la misma.

Cuando la luz verde le volvió a permitir el paso, los cuádriceps y gemelos de Germán se tensaron y comenzó a pedalear todo lo rápido que pudo para intentar deshacerse de la lluvia lo antes posible. Con precaución y mirando el móvil para no desviarse del camino, vio de refilón a unos jóvenes dándose el lote en un portal para justo después comprobar que le quedaban escasos tres minutos para llegar a su destino. La segunda calle a la izquierda. Eran edificios grandes y blancos, con portones recargados y con barrotes en las ventanas.

Aparcó la bici y comprobó en la app el número exacto del piso. El cuarto B. Llamó al telefonillo y notó sus dedos entumecidos por el frío y la lluvia. Una voz apareció al otro lado:

—¿Sí?
—Soy el repartidor, le traigo su pedido.
—Claro, sube.

Germán notó que era un adolescente por su timbre agudo.

Subió por el ascensor con la incomodidad de la mochila y empujó la puerta cuando la voz metálica dijo que era el cuarto piso. Un joven con media melena, unos pantalones caqui y un polo verde le esperaba con la puerta abierta, apoyado en el cerco.

—Menos mal, ya estaba muerto de hambre.

Germán apoyó la mochila en el suelo y sacó dos bolsas de papel que le entregó al chico con sumo cuidado.

—Aquí tienes. Buen provecho. Buenas noches.
—El ascensor es solo para propietarios —protestó la voz del chico cuando agarró las bolsas—. Y cerró la puerta sin despedirse.

Germán se quedó unos segundos petrificado sin saber qué hacer. Después de recorrerse quince minutos en bici, tenía que aguantar ese tipo de comentarios.

«Tendría que haberme comido sus putas alitas», pensó mientras bajaba las escaleras.

Se quedó en el rellano del tercero y terminó el recorrido en ascensor.

Cuando volvió a la calle, vio que la lluvia había amainado, pero él seguía mojado. La bicicleta seguía apoyada con la cadena de seguridad en el árbol de enfrente del edificio. Se montó y se puso a pedalear sin rumbo fijo. A los pocos minutos, el cuerpo le estaba pidiendo descansar, así que se desvió hacia el centro, donde los portales eran grandes y se podía combatir mejor el frío y la lluvia. Al menos podría aparcar bien la bicicleta.

Pasaron unos quince minutos y apareció una chica joven, con su misma mochila y totalmente empapada, tambaleándose con la bicicleta. Se bajó como pudo y corrió a refugiarse en uno de los portales. La chica sacó el móvil. Germán, al verlo, se acercó y no dudó en empezar a hablar con ella:

—Hola, ¿un pedido?
—Mmm, hola. Sí, otro. Pero estoy empapada y creo que se me ha pinchado una rueda de la bici.
—Vaya, lo siento. ¿Y si no coges el pedido?
—Necesito el dinero. Mi hija necesita los libros para el colegio.
—Pero también necesita una madre sana, ¿verdad?
Gonzalo le prestó la toalla que tuvo que robar de un tendedero para poder secarse.
—Todavía está un poco húmeda, pero creo que te podrá servir.
—Gracias. Perdona, no me he presentado. Me llamo Celia.
—Yo soy Germán. ¿Vas a coger el pedido?
—Claro, qué remedio.

Los ojos llorosos de Celia demostraban una impotencia terrible. Se secó las lágrimas y se arrancó a hablar.

—No puedo más. ¿Sabes que vengo de una casa donde no querían el pedido porque estaba frío? Les he explicado que lo sentía, que me he tenido que desviar de la ruta más rápida porque la policía había cortado la carretera por una pelea y he tardado más. Pero les ha dado igual, no lo han cogido y yo no lo he cobrado. ¿Ves por qué lo tengo que coger?
Germán se quedó pensativo unos instantes. Desvió la mirada y sacó su móvil para comprobar la app. Vio que no tenía nada. Volvió a fijar su mirada en Celia y dijo:
—Si quieres, te llevo yo.
—Claro, y lo cobras tú.
—No, descuida. Solo te llevo en la bici. Me puedo apañar montando de pie. Venga, acéptalo, tú hija lo necesita.
—Y tú también necesitas el dinero, imagino.
—Claro. ¿Pero qué sería de nosotros si no somos solidarios el uno con el otro? Bastante mierda tenemos encima con este trabajo como para no ayudarnos.

Volvieron a aparecer los ojos llorosos de Celia. Agarró su Huawei y aceptó el pedido. Era en un McDonalds. Como estaba cerca, Germán le dijo que iría andando a por él. Luego, Celia cogería la bicicleta de Germán y se verían en ese McDonalds.

La lluvia no volvería a aparecer y, a los doce minutos, Germán y Celia estaban de camino a una zona residencial donde alguien quería comer aros de cebolla a la una de la madrugada. Germán mantuvo el equilibrio como pudo, al igual que Celia el peso de la mochila. La delgadez de la muchacha ayudó a que no se cayesen.

Tardaron exactamente nueve minutos en llegar. Celia se bajó de la bicicleta cuando Germán paró e hizo entrega del pedido. Vio como la app confirmó la entrega.

—Oye, Germán, de verdad, muchísimas gracias. Nunca me había pasado una cosa así.
—Ni yo lo había hecho. Pero no iba a dejar que una compañera estuviese así. La ayuda mutua es necesaria.
—¿Sabes? Cuando cogí este trabajo por internet, el anuncio rezaba que tendría la competitividad más absoluta. Hoy contigo he visto que mentían.
—También mentían cuando nos decían que íbamos a ser nuestros propios jefes. Un jefe nunca haría un trabajo por dos euros.

Ambos sonrieron.

Germán y Celia volvieron donde estaba la bicicleta con la rueda pinchada. Ella cogió un autobús nocturno para volver a casa y él se quedó vagando por las calles un rato más. Se intercambiaron los teléfonos.

Eran compañeros. Compañeros con una mochila amarilla a cuestas para sobrevivir. Y el apoyo mutuo cuando luchas por sobrevivir es totalmente necesario.

Entre la gloria y tú