Delante del ordenador y con una taza de café al lado
del monitor estoy recordando a mi abuelo sentado en la esquina del Bimbo.
Descansaba cuando subía de hacer la compra y los pulmones empezaban a fallarle.
Lo recuerdo con un sombrero de paja y una garrota marrón de empuñadura sobria y
elegante. Nunca dio puntada sin hilo en la vestimenta.
El antiguo Bimbo —yo nunca lo llegué a conocer— ahora
es un edificio municipal, o eso creo. No tengo muy claro lo que se hace ahí
dentro. Imagino que algo con nuestros impuestos, como todo. Me vuelvo a
imaginar a mi abuelo sentado y ahora está secándose el sudor de la frente con
uno de sus característicos pañuelos de tela blanca y fina. Algunos bordes
estaban deshilachados.
Dentro de la imaginación, aparezco yo, mucho más joven
que ahora y algo más barbilampiño, para ayudarle a subir el carro. El calor
apretaba en una mañana de julio en la que yo no tenía que ir a jugar al
baloncesto. Empujando el carro, con la barra de pan sobresaliendo por la tapa,
nos cruzamos a las vecinas del barrio. Preguntan por mi abuela. Mi abuelo,
siempre cortés con el pueblo, contesta: ‘tirando, Mari, ya sabes’.
El Bar Pedro estaba abierto: los botellines de la
mañana para los vecinos. Recuerdo las patatas con mojo que nos servían cada vez
que mis tíos y yo nos dejábamos caer por allí. Añoro esos pequeños placeres,
igual que subir esa cuesta. Ese bar cerró y con él su característica lata de
sardinas vacía que ejercía de cenicero para los fumadores que salían a la
calle. Los valientes salían sin camiseta a unas horas bastante peligrosas.
De la anécdota al recuerdo hay una línea muy fina.
En el recuerdo de aquella cuesta hay muchos niños en la
casa pequeña con una gran chimenea de enfrente del portal de mis abuelos.
En tan pocos metros se juntaban muchas cosas: el
multiculturalismo, el olor a madera quemada y un cuaderno de sopa de letras que
siempre estaba rellenando un vecino mayor sentado en una silla de mimbre. Había
que estar allí para vivirlo.
Hace tiempo que no subo aquella cuesta. El Bimbo está
lejos para mí aunque se encuentre a escasos doscientos metros de mi casa.
Ya no soy tan barbilampiño aunque la barba no me cierre
del todo.
No sé cuando volveré a subir la cuesta. O si podré
hacerlo. Querré tomarme una cerveza en el Pedro, querré ayudar a mi abuelo a
subir el carro, querré sentarme con mi abuela a disfrutar del silencio o a
escuchar las anécdotas del barrio desde el balcón. Es posible que cuando vaya a
subir el asfalto esté levantado por alguna obra de cualquier compañía telefónica.
En los barrios pequeños hay obras constantemente. Y carteles de inmobiliarias.
Como no sé cuándo volveré a subir la cuesta, voy a
apurar el café y bajar el monitor del ordenador para secarme las lágrimas tras
este recuerdo.