martes, 7 de julio de 2020

Entre la gloria y tú

Al igual que todo lo que recala en nuestras vidas pasados los veinte años de edad, mis ganas de escribir aparecieron en un momento personal en el cual tenía que llenar un vacío. Y los vacíos se llenan con deseos. Deseo de llevar una vida más plena: acabar la carrera, sacarme el carnet de conducir o ir cada mañana a las nueve y cuarto al gimnasio para levantar mancuernas. A la vez, el deseo de afianzar las relaciones personales: ayudar a los que te han ayudado, apuntarte a una ONG que lucha contra el hambre en África, ser más comunicativo con los vecinos o llamar a tu madre una vez a la semana.

Esto último era sumamente importante, ya que mamá estrenó viudedad justo ocho días antes de que yo me quisiera dedicar a escribir. A papá se lo llevó un infarto. El infarto de mi padre fue el detonante para que tuviese un vacío que llenar. Tenía veintiún años y ocho meses e iba todas las mañanas a la universidad, exceptuando las que me quedaba dormido o me iba al centro de Madrid a visitar librerías antiguas. Yo soy de Zamora y me vine a la capital para emprender mis estudios en Sociología.
Recuerdo que el hábito de llamar a mamá lo llevé a cabo durante los dos meses posteriores al fallecimiento de papá.

—¿Cómo estás, mamá?

—Bien, ordenando papeles. ¿Tú estás en la universidad?

—De camino —justo ese día iba a ir a clase.

El metro se detuvo en el mismo instante en el que el silencio atrapó los teléfonos.

—¿Qué tal estos días, Jaime, tienes mucho trabajo?

—Tengo algunas prácticas, pero nada importante. ¿Tú ya has solucionado lo de la pensión?

—Estoy en ello, tu tía Macarena me está ayudando.

La poca cobertura del subterráneo cortó la llamada y luego no pude volver a hacerlo, ya que no daba señal. Desde ese momento, pasaron casi diez días más hasta que volví a hablar con ella.

Una vez asenté mi deseo, tenía que definir el plan de acción para llevarlo a cabo: fue vehemente y emocionante. Puesto que me prometí a mí mismo que me iba a dedicar a escribir, pasé los diez días que no hablé con mi madre encerrado en mi minúsculo estudio que pagaba con la beca que me concedió el Ministerio de Educación, irrisoria a todas luces, escribiendo borradores y tomando notas de ideas que me venían a la cabeza y no quería que se escapasen. Siempre leía por Twitter que la soledad para el escritor es su hábitat favorito. Debía de estar cómodo dentro de mi introspección.

También tenía que beber café y fumar cigarrillos. A lo de la nicotina no tuve que acostumbrarme; a lo de café, sí. Tal fue la obligación que tuve encima por los cánones del escritor, que probé hasta diez distintos: desde solo con y sin azúcar, así como con seis leches diferentes, hasta irlandés y descafeinado. Como ninguno me gustó del todo, tuve una pequeña crisis de mis deseos y llegué a pensar que cómo iba a ser un escritor puro si no bebía café. En resumidas cuentas: tenía que convertirme en una persona intensa o, al menos, aparentar serlo. Tomé la determinación de pasarme al té, al menos eso también lo podía verter en una taza y subir una foto a Instagram de vez en cuando. Tazas lisas o de superhéroes: tenía que tener unos mínimos.

Un día mientras terminaba una de las prácticas de Economía Política II —era mi segunda matrícula de aquella asignatura en mi cuarto año de universidad— que versaba sobre la deuda pública y cómo afectaba esta a los Estados nación, comencé a pensar en cómo tendrían que ser los personajes de mis historias de escritor. Tendría que crear símbolos, condensar personalidades y perfilar los detalles necesarios para dotarlos de realismo. Mis textos tendrían que ser fotografías escritas. Decidí que sobre lo primero que iba a escribir era la situación de los estudiantes en la universidad pública, en voz de una estudiante cualquiera. Llevaba cuatro años dentro de sus edificios y había coincidido con muchísima gente por los pasillos y por las clases, así como en fiestas nocturnas. Podríamos decir que desde mis experiencias personales pretendía sacar material necesario para agilizar mi pluma. Cuando terminaba los relatos, los publicaba en fotos por mi Facebook y mi Twitter. Era muy consciente de la importancia de las redes sociales. Escribía, corregía faltas de ortografía y signos de puntuación y publicaba.

Así pasé un mes y medio, durante el cual hablé con mamá un par de veces, exactamente una vez cada veintidós días. Durante este tiempo fui publicando relatos semanales en mis redes sociales. Conseguía algunos likes y eso me reconfortaba. Me daban ganas de seguir escribiendo. Iba a la biblioteca de la Facultad de Filología a sacar libros de gramática y morfología para ir puliendo mi técnica de escritor.


Por aquel entonces, combinaba la carrera y mi nuevo oficio de escritor —de momento tenía likes en Facebook, luego esperaba que se convirtiesen en billetes— con ser camarero por la noche en un pequeño bar de copas de un barrio gentrificado de Madrid. Allí podía palpar la existencia de dos mundos: un mundo clásico que no terminaba de irse, el que pedía ron con Coca-Cola en vaso de tubo; y un mundo moderno que luchaba por asentarse y que pedía los gin-tonics con extra de frutas y hierbas aromáticas entre otros cócteles absurdos. Yo los calificaba como los «gilipollitas». Desde mi nueva aureola moral —y por ende dominante— de escritor intensito bebedor de té y cigarrillos de liar me sentía realmente bien. Servía y cobraba. Al finalizar la noche, el jefe, Ramón, me daba mi parte correspondiente en metálico y me iba a casa. Aquella rutina la llevaba de jueves a sábado.

Fueron pasando los días y las llamadas telefónicas a casa seguían disminuyendo, principalmente porque mi tía Macarena le dio a mamá su móvil antiguo. Resultado: mamá tenía WhatsApp. Consecuencia: me escribía a diario. La ventanita del mensaje de «Mamá Asun» era un asedio constante. Una vez controlé aquello con mensajes automáticos y tranquilizadores para mi progenitora, me empecé a decir a mí mismo que ya estaba preparado para mandar mis relatos a alguna editorial o revista pequeña para empezar a ganar algo de dinero y completar el sueldo de camarero.

Pregunté por mis amistades de la facultad y algunos profesores cercanos y me dieron varios nombres. Matías, el profesor de Política Social, Familia y Migraciones, me advirtió: «Ten cuidado con lo que envías, nunca mandes manuscritos directamente, infórmate de si ellos publican a escritores noveles y luego manda si te lo piden. Nunca mandes tu obra directamente». Agradecí aquellas palabras. Todas las facilidades externas ante mis deseos serían bienvenidas.

Aquella tarde me la pasé seleccionando a dónde escribir: decidí hacerlo a dos editoriales pequeñas y a dos revistas en línea que, normalmente y según su portal web, aceptaban sugerencias si tenías el talento creativo necesario para publicar con ellos. Luego ponían un emoticono sonriente, como si te estuviesen vendiendo un yogur con bífidus en el supermercado. Mandé cuatro correos ofreciéndome a escribir y a enviar mis obras. Quedaba a su disposición para cualquier tipo de prueba. Lo peor de quedar a disposición de alguien que no conoces es que los plantones y las decepciones suelen ser más llevaderos. Solo me contestó una de las revistas y me dijo que estaban seleccionando relatos para un número bimensual sobre el amor. Me metí en su página web y vi que era un compendio de frases de sobre de azúcar y tazas de vendedor ambulante y desestimé la oferta. Me gustó llamarlo oferta por aquel entonces.

Revisé mis publicaciones en mis redes sociales e intenté moverlo entre mis amistades para que mis textos tuviesen algo más de exposición. Esto lo hice un día a las cinco de la tarde y, entre mensajes y correcciones, me dieron las ocho. Consecuencia: trabajé gratis tres horas para recibir cinco likes y pocas contestaciones. Aquel día era jueves y tenía que ir a servir copas al garito de los dos mundos.

Esa noche conocí a Sara. Me sorprendió a primera vista. Pidió cuatro copas de cerveza para sus amigas. Tenía unos ojos verdes pequeños y cálidos, con una mirada inocente acompañada de unas pestañas rizadas que me cautivó. Tanto fue que tuve que volver a tirar la cuarta copa de cerveza porque la había llenado de espuma. Se las dejé en la barra y le sonreí. Pasó una hora y cuarto y dos de sus amigas se fueron. Entonces se acercó a la barra con la amiga restante y pidieron otras dos. Las invité a unos chupitos de tequila y entablamos conversación. Menos mal que eran simpáticas y no me mandaron a la vuelta de la esquina. La otra amiga se llamaba Ester.

Otra de las cosas que nos pasan pasados los veinte años de edad es que el azar que te hace replantarte tus deseos en una noche de trabajo precario aparece cuando menos te lo esperas. Sara resultó ser editora en un proyecto autónomo de fanzines. Hablaban sobre cine serie B y libros prácticamente descatalogados. Le dije que yo estaba empezando a escribir, que estaba publicando mis relatos por mis redes sociales. Su amiga, mientras tanto, asentía a todo y bebía cerveza.

Buscó mis perfiles por las redes sociales y ojeó rápidamente.

—Tienes cuidado por los detalles, Jaime. Eso me gusta.

—Hay que dotar de realismo a la historia —me sentí como si estuviese siendo entrevistado por una cadena de radio emergente y que todavía ponía programas de cultura en su parrilla.

—Pero la profesión está muy mal. Al final estamos un poco encerrados en hacer lo que haces tú: publicar en tus perfiles e ir tocando puertas. Pero pocas puertas se abren, hay poco dinero y se asumen pocos riesgos. A saber el talento que hay escondido en sus casas. El anonimato, a veces, no es sinónimo de gloria.

Ester dijo que se iba. Era enfermera y mañana tenía guardia.

—Pero tú tienes tu proyecto propio, eso irá saliendo con el tiempo.

—Sí, ¿pero a qué precio? —me dijo mientras apuraba el último sorbo de cerveza—. Al final es algo comunal, que llevo por amistades que sé que escriben bien e intentamos que las pocas ganancias estén bien repartidas. ¿Pero te crees qué nos da para vivir? Al final yo invierto muchas horas en escribir, corregir, publicitar, para pagar apenas dos facturas. Es muy difícil, tienes que tener otras cosas. Algo fijo.

—Sí, como publicar en revistas u medios en línea.

—Eso quien tiene suerte. Es la fina línea entre afición y trabajo. Tú puedes dedicarle muchas horas a publicitarte por las redes, incluso sacar buenos textos como los que tienes, eso ya implica horas de trabajo que no cobras. ¿Por qué lo haces? ¿Por realización propia? ¿Por deseo? Tú puedes estar muy realizado con tus textos, pero estás atado a tener que venir a este bar cada fin de semana para pagar el alquiler.

Callamos por un momento. Sin mediar palabra, le puse otra cerveza delante y yo me puse la botella de tequila al lado.

—Yo decidí que quería escribir cuando mi padre murió. Fue una forma de realización personal, una aspiración que siempre estaba ahí, pero nunca llegué a articular. Fue como un trampolín.

—Todo eso está muy bien, pero tiene cierta trampa. Tú puedes querer mucho hacer algo, pero las condiciones o circunstancias no se dan. Estamos condenados a vivir con la materialidad que nos rodea, Jaime. Siento lo de tu padre.

Empecé a admirar cómo aquella chica rubia de melena corta y tantas cervezas en su cuerpo hablaba con una determinación tan grande. Luego me acordé de que era editora, imaginé automáticamente que bebería café a la vez que advertí que era una persona intensa, y entonces todo encajó.

Cuando fue a pagar, solo le cobré las cuatro primeras; a las dos siguientes junto con la charla invitaba la casa. Me dio las gracias y su número de teléfono —su follow en Twitter ya lo tenía.

—Sigue escribiendo y hablamos algún día. Quizá te pueda hacer un hueco en el ‘fanzi’. Ha sido un placer, Jaime.

Reaccioné tarde y ella ya estaba en la puerta.

Como todas las cosas que pasan en la vida en cualquier momento, unas pocas palabras pueden resultar ser un terremoto emocional para uno mismo. No pude evitar andar hacia casa pensando en quién tendría la culpa de que no podamos hacer realidad nuestros deseos. ¿Los que se llevan el dinero? ¿Los que se venden por un contrato? Quizá todos tendrían su parte de culpa. Incluso hasta la misma idea de deseo la tuviese. Nos creemos aspirantes a todo. La expectativa pervierte y más cuando ves accesible el trofeo. El premio, la gloria, el reconocimiento. Es un extraño viaje.

El horizonte más próximo que tenía en mi vida ahora mismo era el de llegar a casa sin mojarme demasiado debido a la lluvia que acababa de abrirse. Pensé en escribir a Sara por si había llegado a casa, pero deseché la idea. Al hacerlo, me metí en la última conversación de mamá y vi que su última conexión fue a las diez y once minutos. No me preocupé y me dije que mañana la llamaría.

Yo tenía veintiún años y ocho meses y ya había sufrido en mis carnes la crueldad de los deseos y de las realidades paralelas. ¿Qué es lo que pasa cuando sufres esa crueldad? El regreso al vacío. El mismo vacío que sentí cuando papá murió.

Con la cazadora mojada, empecé a añorarlo.

Entre la gloria y tú