El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo,
tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos
teníamos los movimientos restringidos.
Pero esto no afectaba a la circulación de autobuses. No se
movió ni un servicio. Ni un turno rotatorio.
En horas punta seguían teniendo el mismo escenario:
trabajadores apelotonados.
Desde el primer servicio, el más tempranero, ya tenías miedo
de que te pudiesen contagiar.
«Benditos abonos transporte», reflexionó Fabián mientras se
anudaba la corbata del uniforme frente al espejo y cogía su bandolera.
Su contacto con los clientes era mínimo, pero el trasiego de
subidas y bajadas, paradas en carretera y los breves descansos antes de volver
a arrancar eran una auténtica paranoia. Disponía de gel para lavarse las manos
después de cada trayecto.
¿Alguien te habrá contagiado? Quizá aquel hombre que dejé en
la fábrica de coches. Quién sabe.
Parte del día fuera de casa, a pesar de las mascarillas y los
guantes, era un auténtico peligro.
«Dijeron las autoridades que se iban a restringir los
movimientos, pero yo no hago más que moverme. Encima de manejar maquinaria
pesada», se dijo Fabián a sí mismo.
La pesadez del trabajo. La losa de la responsabilidad.
«Claro, además tienes que seguir manteniendo la concentración
máxima, porque estás llevando a personas. Aunque solo fuese una. Un día a día
que dicen muy diferente al resto, pero para mí no es excesivamente diferente»,
pensó.
Todo el día pisando el acelerador y el freno.
Recordó cuando entró en la empresa, de la mano de su padre,
que también fue conductor de autobús:
—Fabián, hijo, aquí puedes tener tu vida asegurada. Yo me he
pasado muchas horas en la carretera, relaja y te hace pensar.
—Pues no estoy muy relajado, papá —se dijo mientras el
semáforo se ponía en verde y él hundía su pie derecho en el pedal.
Era ya media mañana, había pasado lo peor. Todo el bullicio
de la entrada a los trabajos había pasado.
Y si no se empezaba a encontrar mal,
sentía cierto alivio.
Pero todavía quedaba un trecho hasta la hora de comer.
Recorrer las calles y seguir mirando en los pasos de cebra.
Nunca olvidaba las medidas de higiene que les obligaron a
llevar al final de cada trayecto. Los operarios de limpieza que esperaban en la
calle tenían que pasar un paño con líquido desinfectante por barandillas y
asientos.
Otros que no dejaban de trabajar. Tras la limpieza, el
recorrido seguía. Una y otra vez.
Las mismas calles, la misma sensación de estar moviendo el
virus por la ciudad.
Un círculo eterno por culpa del trabajo. La punzada en el
estómago de que con el suyo estaba llevando a los pasajeros al suyo.
«Ni movimientos restringidos ni leches, aquí algunos seguimos
chapando», se volvió a decir a sí mismo cuando detuvo el autobús en una
marquesina azul.
Se bajó el último viajero.
Los últimos servicios fueron mucho más ligeros. Prácticamente
vacíos.
Escuchó en la radio que el uso de transporte público había
bajado debido al estado de alarma.
«Pues yo he seguido llevando a gente al polígono bien
temprano», balbuceó mientras dejaba el autobús en las cocheras.
Era una contradicción permanente. Los que seguían pisando las
calles a la hora del desayuno y los que podían teletrabajar.
Al llegar a casa, comió la sopa que le sobró del día anterior
y se puso un café solo con hielo.
Estaba solo en su apartamento periférico. A veinte minutos de
las cocheras para volver a trabajar al día siguiente.
Se sentó a ver la televisión: todo eran informativos.
Detonantes para la siesta que se aproximaba.
Ya en el duermevela, escribió un WhatsApp a uno de sus
compañeros: «Si estos cabrones dicen que tenemos que quedarnos en casa, que
vayan a pincharnos las ruedas de los autobuses como medida preventiva».
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