miércoles, 18 de marzo de 2020

Coprotagonistas (IV): En el autobús


El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.

Pero esto no afectaba a la circulación de autobuses. No se movió ni un servicio. Ni un turno rotatorio.

En horas punta seguían teniendo el mismo escenario: trabajadores apelotonados.

Desde el primer servicio, el más tempranero, ya tenías miedo de que te pudiesen contagiar.

«Benditos abonos transporte», reflexionó Fabián mientras se anudaba la corbata del uniforme frente al espejo y cogía su bandolera.

Su contacto con los clientes era mínimo, pero el trasiego de subidas y bajadas, paradas en carretera y los breves descansos antes de volver a arrancar eran una auténtica paranoia. Disponía de gel para lavarse las manos después de cada trayecto.

¿Alguien te habrá contagiado? Quizá aquel hombre que dejé en la fábrica de coches. Quién sabe.

Parte del día fuera de casa, a pesar de las mascarillas y los guantes, era un auténtico peligro.

«Dijeron las autoridades que se iban a restringir los movimientos, pero yo no hago más que moverme. Encima de manejar maquinaria pesada», se dijo Fabián a sí mismo.

La pesadez del trabajo. La losa de la responsabilidad.

«Claro, además tienes que seguir manteniendo la concentración máxima, porque estás llevando a personas. Aunque solo fuese una. Un día a día que dicen muy diferente al resto, pero para mí no es excesivamente diferente», pensó.

Todo el día pisando el acelerador y el freno.

Recordó cuando entró en la empresa, de la mano de su padre, que también fue conductor de autobús:

—Fabián, hijo, aquí puedes tener tu vida asegurada. Yo me he pasado muchas horas en la carretera, relaja y te hace pensar.

—Pues no estoy muy relajado, papá —se dijo mientras el semáforo se ponía en verde y él hundía su pie derecho en el pedal.

Era ya media mañana, había pasado lo peor. Todo el bullicio de la entrada a los trabajos había pasado. 
Y si no se empezaba a encontrar mal, sentía cierto alivio.

Pero todavía quedaba un trecho hasta la hora de comer.

Recorrer las calles y seguir mirando en los pasos de cebra.

Nunca olvidaba las medidas de higiene que les obligaron a llevar al final de cada trayecto. Los operarios de limpieza que esperaban en la calle tenían que pasar un paño con líquido desinfectante por barandillas y asientos.

Otros que no dejaban de trabajar. Tras la limpieza, el recorrido seguía. Una y otra vez.

Las mismas calles, la misma sensación de estar moviendo el virus por la ciudad.

Un círculo eterno por culpa del trabajo. La punzada en el estómago de que con el suyo estaba llevando a los pasajeros al suyo.

«Ni movimientos restringidos ni leches, aquí algunos seguimos chapando», se volvió a decir a sí mismo cuando detuvo el autobús en una marquesina azul.

Se bajó el último viajero.

Los últimos servicios fueron mucho más ligeros. Prácticamente vacíos.

Escuchó en la radio que el uso de transporte público había bajado debido al estado de alarma.

«Pues yo he seguido llevando a gente al polígono bien temprano», balbuceó mientras dejaba el autobús en las cocheras.

Era una contradicción permanente. Los que seguían pisando las calles a la hora del desayuno y los que podían teletrabajar.

Al llegar a casa, comió la sopa que le sobró del día anterior y se puso un café solo con hielo.

Estaba solo en su apartamento periférico. A veinte minutos de las cocheras para volver a trabajar al día siguiente.

Se sentó a ver la televisión: todo eran informativos. Detonantes para la siesta que se aproximaba.

Ya en el duermevela, escribió un WhatsApp a uno de sus compañeros: «Si estos cabrones dicen que tenemos que quedarnos en casa, que vayan a pincharnos las ruedas de los autobuses como medida preventiva».

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