El presidente del Gobierno decretó el estado de alarma. Dijo,
tras una emisión en directo dada por todas las cadenas, que los ciudadanos
teníamos los movimientos restringidos.
Pero los supermercados eran una de las excepciones. Bienes de
primera necesidad. El desabastecimiento estaba descartado, pero el trabajo
seguía su ritmo.
Extremaron las medidas de higiene, nos explicaron en una
reunión de apenas diez minutos: guantes y mascarillas para todas. Geles
desinfectantes para los clientes cuando entrasen. Nosotras tendríamos uno en la
caja.
Y a la selva. Aunque ahora la fauna estaba reducida por el
personal de seguridad. Un máximo de veinticinco personas dentro del
establecimiento.
«Menudo alivio», se dijo Carmen mientras se enfundaba los
guantes. «Al menos la gente podrá respetar la distancia de seguridad y no
estarán todos apiñados».
Y empezó a recordar los días anteriores a que los controles
se intensificaran.
Las gentes en masa con carros llenos, bufandas alrededor del
cuello y una sensación de incertidumbre latente.
Insistimos en que respetasen la distancia de seguridad, pero
a veces era imposible con la cantidad de gente que ocupaba los pasillos.
Recordó que lo comentó con Alicia, otra cajera joven que
entró hace poco para pagarse la universidad.
En el ambiente se podía respirar cómo todo era escepticismo y
miedo. Mucho miedo. A lo desconocido. Pero al menos que nos pille con la
despensa llena.
Productos de limpieza, pan, huevos, patatas, arroz y pasta.
Eso era lo que más se llevaba la gente.
Otra jornada expuesta, de pie y detrás de un enorme panel de
plástico que pusieron los de mantenimiento a primera hora de la mañana. Y unas
bandejas de poliespán para no tocar el dinero en efectivo.
La reclamación de las sillas era una batalla perdida.
Lo más horroroso era pensar que en cualquier momento te
podrías contagiar, a pesar de las precauciones máximas que se estaban tomando.
Siempre había alguno que no se ponía la mano al toser. Alguno
que no hacía caso a las recomendaciones.
Carmen pasó el primer turno en la caja número dos. Las colas
no se amontonaron, la exigencia de las medidas trajo fluidez. Después, cambio
de turno para comer y reponer estantes, no tardaron demasiado en lo primero.
Pudieron descansar al menos cuarenta minutos.
Lo poco que era y lo mucho que se necesitaba.
Vuelta a los guantes y a la mascarilla. A lidiar con la
tarde.
En un breve parón de cobros que hubo a media tarde, le dijo a
Alicia:
—Nena, por lo menos ahora nos tratan con algo más de
humanidad. No te meten prisa.
—Hasta que te quites la mascarilla —contestó—. Estamos viendo
que algo no encaja en el mundo. Aunque las trabajadoras lo estemos haciendo
girar.
Y qué razón tenía.
Esto, como decía mi abuela, «son lentejas». Así es el
trabajo. Pero el trabajo no lo puedes dejar si quieres comer lentejas.
Otro día terminó. Tiró los guantes y la mascarilla. Se lavó
las manos con el gel desinfectante.
Mañana habría que volver a reponer, habría que volver a
cobrar.
Recogiendo sus cosas, vio que las subsistencias de papel
higiénico eran las más bajas.
—Lo bien que tendrán que ir al baño—le dijo al encargado.
Román le puso una sonrisa indiferente.
Cogió un paquete de cápsulas de café para su casa, que se le
había terminado.
Se montó en el autobús de vuelta. Agotada.
El cuello le tiraba, notaba cierta tensión muscular por los
tríceps. Aunque al menos esos los sentía, no como los cuádriceps.
Ducha y a la cama. Aunque el sueño no vendría hasta pasados
unos minutos.
Al tumbarse, vio a su marido profundamente dormido. Se tiraba
ocho horas en la obra. Sudando a plena luz del día, pero con mascarilla.
A él le costaba menos conciliar el sueño. Le acarició el
pelo.
Se giró y cerró los ojos.
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