El presidente del Gobierno decretó el
estado de alarma. Dijo, tras una emisión en directo dada por todas las cadenas,
que los ciudadanos teníamos los movimientos restringidos.
Pero los hospitales siguen
funcionando. Evidentemente.
La sombra de hospital es alargada.
Tanto, que se abre paso hasta nuestros
hogares, hasta nuestra cotidianeidad más absoluta. Desde la colilla del cigarro
hasta la cucharilla del café.
Sonó el despertador.
«Hoy toca guardia», se dijo Paula.
Miró el móvil y vio un mensaje en el
grupo de WhatsApp:
«Cómo sabéis, estamos escasos de
material. Hoy tendrían que reponernos mascarillas, guantes y gasas como mínimo.
De todos modos, si tenéis algo por casa que os sobre, por favor, traedlo».
Era un mensaje de Macarena, la
supervisora.
Paula se levantó y se vistió lo más
rápido que pudo.
«Otro día a lidiar con la
precariedad. Otro día a andar de puntillas a la vuelta del trabajo para
intentar no despertar a todos en casa, y menos al abuelo. Espero que pase
pronto y pueda darle un beso», se dijo mientras se apretaba el cinturón.
Llegó al hospital tras veinte minutos
andando y masticando un plátano. Las colas en la sala de espera ya eran
considerables.
Paula buscó a Macarena y sacó dos
mascarillas del bolso.
—Me las quedé del hospital en el que
hice las prácticas.
Macarena sonrió y dio las
indicaciones diarias a Paula.
Todo era de un bullicio frenético.
Excesivo. Alarmante. Esquizofrénico.
Camas habilitadas en salas de espera.
La acera de enfrente del hospital se convirtió en una de estas.
Aquí y allí, sin parar. Otra
paciente. Otra paciente. La ambulancia saliendo y entrando.
Las horas caen y los recursos siguen
siendo mínimos. Haciendo malabares entre todas para sacar el trabajo adelante. «Trabajo», por llamarlo como quieren, pero es salvar vidas. O hacer
que los últimos momentos de la de algunos sean los mejores posibles.
Presión dentro del hospital y fuera
de él. Televisión y radio con boletines especiales. Twitter y WhatsApp sin
parar.
En bucle. Cíclico. Infinito.
Pero esto no para al salir del
hospital. La cabeza te sigue funcionando a mil por hora. Sientes impotencia por
la situación y por lo que queda por venir. No por el trabajo y las relaciones
entre nosotros, eso es lo mejor que hay: cómo nos apoyamos y cómo nos
organizamos. Es la impotencia de que no nos dejen hacerlo mejor. Sabemos, pero
no podemos. La falta de recursos durante años, ahora, en un momento de máxima
emergencia sanitaria, hace mella.
El alivio de meterte en las redes
sociales y ver todo el apoyo recibido es aire fresco. Pero el aire se termina
yendo. Hoy somos heroínas. Pero mañana seguimos en la misma situación.
Paula se encontró subiendo las
escaleras de casa sin darse cuenta de lo rápido que había vuelto después de la
guardia. Ni miró la hora. Habían pasado catorce horas desde que salió.
Tuvo que rebuscar las llaves. Se
quedó frente a la puerta. Notó que no había ruido dentro, que todos estaban
dormidos.
La presión del hospital sigue dentro
del piso al no tener la certeza de que no esté llevando el virus a casa. Al
abuelo, que ya tiene ochenta y cinco años. A mamá, que está prejubilada. A papá,
que está de baja.
Todo es un bucle. Cíclico. Infinito.
Paula no consiguió conciliar el sueño
hasta pasadas dos horas. Programó la alarma del móvil para dentro de seis.
Se le olvidó comprobar si tenía café
para desayunar mañana.
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